Neferet, en su confinamiento, sentía el tiempo pasar con una lentitud exasperante. La rutina de la transcripción, antes un consuelo, ahora era una prisión mental. Cada jeroglífico que trazaba con su pluma parecía un eco de la distancia que la separaba de Menna.
Los días se fundían en un ciclo interminable de papiro, tinta y la constante, angustiosa pregunta: ¿Qué le estaría pasando a Menna?
Una mañana, mientras Isis le entregaba su escueta ración de comida, Neferet la detuvo con la mano.
—Isis —dijo Neferet, su voz baja y urgente—. ¿Has oído algo? Cualquier cosa. De Giza. De la corte.
Isis bajó la vista. —No directamente, escriba Neferet. El sacerdote Nekhbet ha intensificado su vigilancia. Me observa, como una lechuza al ratón.
Neferet asintió con una mueca. La sombra del visir se extendía hasta Karnak, y Nekhbet era su instrumento.
—Pero... —continuó Isis— he escuchado a los guardias hablar. Murmullos sobre el Capitán Hesy. Dicen que está... inusualmente activo. Que es