Seti había presenciado la caída del Visir desde la distancia, oculto entre los últimos hombres leales al Visir que aún mantenían sus posiciones en los pasillos secundarios del palacio. Había visto el cuerpo de Amunhotep, la gema de obsidiana hecha añicos, la desesperación en los ojos del Visir antes de su final. El mundo de Seti se había derrumbado. Su poder, su posición, todo lo que había construido bajo la sombra del Visir, se desvanecía como humo.
—¡No! —murmuró Seti, sus puños apretados, sus uñas se clavaban en la carne de sus palmas—. ¡No ha terminado! ¡el Visir no será derrotado!
A su alrededor, una docena de guardias, hombres que habían sido sobornados por el Visir o que le debían su lealtad a la fuerza bruta de Seti, lo miraban con incertidumbre. El miedo a la ira del Faraón era palpable en sus rostros.
—¡Escuchadme! —gruñó Seti, su voz era un siseo, forzando una bravuconería que apenas sentía—. ¡El Faraón está débil! ¡Los traidores lo han manipulado! ¡Es el momento de actuar!