La mañana de la boda bañaba Hacienda Renacer en una luz dorada y llena de promesas. En la suite nupcial, el aire olía a flores frescas y nervios felices. Clara, convertida en una general de la elegancia, dirigía con cariño y firmeza a la maquillista y la estilista que afianzaban los últimos detalles del look de Valeria.
El vestido no era una explosión de encajes, sino una obra maestra de sencillez y clase. De un blanco hueso, de corte impecable, caía en líneas fluidas que realzaban la figura de Valeria sin esfuerzo. El velo, sostenido por el prendedor de uvas que Clara le había regalado, era un susurro de gasa. En su cuello, los zafiros de su madre centelleaban con luz propia. Era, simplemente, ella: auténtica, elegante y radiante.
Mientras la estilista ajustaba un pliegue, un golpe suave en la puerta interrumpió el murmullo. Clara abrió y se encontró con Esteban, impecable en su traje, pero con una vulnerabilidad en los ojos que rara vez mostraba.
—Esteban —lo saludó Clara, con un