El restaurante era discreto, de luces bajas y mesas separadas por cortinas de terciopelo. Gloria lo esperaba ya sentada, un vestido negro ceñido. No parecía la mujer histérica arrastrada por el pelo horas antes. Era calma hecha persona, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos fríos.
Esteban llegó con la rigidez de quien concede un favor, su traje impecable una armadura contra el mundo. Pero en cuanto se sentó, Gloria comenzó a desmontarlo pieza a pieza. No habló de negocios ni de dramas. Habló de la acidez perfecta en un vino blanco, del contraste entre la arquitectura colonial y la moderna en Brévena, de la psicología detrás de las grandes colecciones de arte. Tenía una mente aguda y filosa, y cada comentario era un dardo preciso hacia el intelecto y el ego de Esteban. Él, el maestro manipulador, se encontró siendo estudiado, medido y halagado con una precisión que lo sorprendió y, contra su voluntad, lo sedujo. Su ego, golpeado por la rebelión de su hija, encontró un bálsamo adict