El aire en la sala de partos era denso, cargado de los gritos desgarradores de Gloria y el olor metálico de la sangre. Ricardo permanecía de pie en un rincón, observando la escena con la distancia de un director de teatro, impasible ante el dolor que contorsionaba el rostro de la mujer. Hasta que, por fin, un llanto agudo y vigoroso llenó la habitación.
—Es un niño —anunció la doctora, sosteniendo al recién nacido. Se giró hacia Ricardo, asumiendo su papel. —¿El padre quiere cortar el cordón umbilical?
Ricardo no dudó. Se acercó, se puso los guantes con movimientos precisos y cortó el cordón con un gesto que pretendía ser solemne, pero que solo era funcional. Luego, tomó al bebé en sus brazos, envolviéndolo en la manta con una posesividad que heló la sangre de Gloria, quien, entre jadeos y sollozos, extendió los brazos.
—Dámelo —suplicó, su voz un hilo débil.
—Shhh, tranquila, querida. Necesitas descansar —dijo Ricardo con una dulzura falsa que hizo que las enfermeras sonriera