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Seis Semanas Antes.

El departamento olía a cartón y café instantáneo.

Valentina se sentó en el suelo, rodeada de cajas a medio abrir. Afuera, la ciudad rugía, recordándole que estaba sola. Completamente sola, en un lugar donde nadie sabía su nombre.

La mudanza había sido precipitada. Nuevo trabajo, nueva ciudad, nueva vida. Otra vez.

Era la quinta mudanza en tres años. Ya ni recordaba lo que era quedarse.

Acomodó una pila de libros contra la pared y suspiró. Las luces de los autos entraban por la ventana sin cortinas, moviéndose como reflejos de agua.

—Bienvenida al caos, Val —murmuró, encendiendo el portátil.

Tenía un correo nuevo: “Bienvenida al equipo Roth & Co.”

El nombre la hizo tragar saliva. Había buscado a su jefe apenas aceptó el puesto: Alexander Roth. Director general. Frío, calculador, exitoso. El tipo de hombre que parecía no tener tiempo para respirar, y mucho menos para sonreír.

El primer día lo vio de lejos: traje gris, mirada filosa, manos en los bolsillos mientras hablaba con un socio extranjero.

Ni siquiera la notó, y aun así ella no pudo dejar de mirarlo. Tenía algo hipnótico. Distante, pero imposible de ignorar.

Ahora, en su pequeño departamento, la realidad era otra: la nevera vacía, el colchón en el suelo y una ansiedad que no la dejaba dormir.

Encendió su teléfono móvil por costumbre más que por otra cosa. Silencio. Era como si todo el mundo se hubiera quedado atrás.

Y entonces la vio en la tienda de aplicaciones:

“LoveMatch – Citas sin fotos. Conecta con almas, no con apariencias.”

Soltó una risa breve.

—Ridículo —murmuró, pero igual presionó Descargar.

La app era sencilla: solo letras, sin imágenes. Seudónimos, respuestas a preguntas absurdas, y si coincidías con alguien, podías chatear.

Valentina no buscaba amor. Ni siquiera compañía. Solo quería distraerse.

Creó su perfil con el nombre “V” y escribió una descripción simple:

“Café amargo, gatos que no tengo y días que intento sobrevivir.”

Perfecto. Invisible.

Pasó unos minutos leyendo perfiles al azar. Algunos demasiado intensos, otros aburridos, hasta que apareció un mensaje nuevo.

A.: “Tu descripción me hizo sonreír. Si no tienes gatos, al menos deberías tener un café decente.”
V: “El presupuesto no da para ambos.”
A.: “Entonces el café primero. Sin café, ni los gatos soportan el mundo.”

Rió sin querer. Había algo en su tono: directo, seguro, pero sin arrogancia.

V: “Déjame adivinar, tú tomas espresso sin azúcar.”
A.: “Casi le atinas.”

Era una tontería, pero sonaba diferente viniendo de él.

Durante los días siguientes, hablar con “A.” se volvió parte de su rutina. No sabía su nombre real ni su ciudad, pero sus mensajes tenían algo cálido, preciso, como si la conociera.

A.: “¿Cómo va tu nuevo trabajo?”
V: “Supervivencia nivel principiante. Mi jefe parece un bloque de hielo con corbata.”
A.: “Tal vez solo necesita que alguien lo derrita.”
V: “Lo veo capaz de congelar el infierno.”

Rió sola, recostada en el colchón.

“A.” respondía rápido, pero sin presionar. No coqueteaba de forma barata, no pedía fotos, no cruzaba límites. Era fácil hablar con él. Demasiado fácil.

En la oficina, en cambio, Alexander Roth era todo lo opuesto: Silencio, órdenes breves, miradas que congelaban el aire.

Valentina aprendió a volverse invisible: entregar informes, evitar errores, no llamar la atención. Aun así, cada vez que él pasaba cerca, el aire se volvía distinto.

Una mañana, mientras ajustaba una presentación, él se detuvo detrás de su silla.

—Ese gráfico —dijo con voz baja—. No coincide con los datos de la hoja tres.

No sonaba enojado, pero tampoco amable. Ella asintió de inmediato.

—Sí, lo corrijo enseguida, señor Roth.

Él se inclinó apenas, revisó la pantalla. Su perfume la envolvió.

Ese aroma fuerte, exacto, controlado. La distancia era profesional. El silencio, no tanto.

Cuando él se alejó, Valentina soltó el aire que no sabía que retenía.

Esa noche, sin pensarlo, le escribió a “A.”

V: “Mi jefe corrigió mi trabajo sin mirarme. Creo que podría incendiar la oficina y él seguiría hablando del informe.”
A.: “De verdad te estresan.”
V: “Ni me lo digas.”
A.: “Ojalá poder ayudarte.”

El corazón le dio un pequeño salto. No debía sonrojarse por alguien que ni siquiera conocía, pero el calor en el pecho fue inevitable.

Desde esa conversación, todo cambió. Empezaron a hablar cada noche. Ella le contaba sus días grises, sus almuerzos frente al monitor, el cansancio de no sentirse suficiente. Él respondía con calma.

A.: “No tienes que ser perfecta para merecer descanso.”
V: “¿Y tú quién eres, mi terapeuta?”
A.: “Solo alguien que sabe lo que es llegar tarde a casa y querer hacer cualquier cosa menos dormir.”
V: “¿Por qué?”
A.: “Porque el silencio duele más que el ruido.”

Esa noche, Valentina lo imaginó. No su rostro, sino su voz, su forma de escribir.

Un hombre cansado, quizá solitario, pero que aun así encontraba tiempo para preocuparse por alguien más.

Empezó a esperar sus mensajes. Cada vibración del teléfono se sentía como un respiro.

Su vida real era rutina. Su vida en línea, en cambio, tenía color.

Una madrugada, mientras repasaba informes, él le escribió:

A.: “Deberías dormir.”
V: “No puedo. Tengo que entregar esto mañana.”
A.: “No sirve de nada quemarse viva por un trabajo que no va a abrazarte.”
V: “No todos los trabajos son tan malos.”
A.: “Entonces cuida ese. Pero cuídate más a ti.”

Sonrió. Ese hombre, desconocido y distante, la hacía sentirse vista. Nadie más lo hacía.

Los días se mezclaron con las noches. “A.” empezaba a anticipar sus horarios. Le escribía cuando salía del trabajo o cuando se conectaba tarde. A veces le describía el sonido de la lluvia. Otras, solo escribía: “Estoy aquí.”

Un sábado por la mañana recibió un mensaje diferente.

A.: “¿Qué harías si alguien te viera realmente?”
V: “¿Qué quieres decir?”
A.: “Si alguien mirara más allá de tus frases cortas, de tu calma fingida. Si supiera lo que escondes cuando sonríes.”
V: “No creo que nadie lo haya intentado.”
A.: “Yo sí.”

El teléfono casi se le cayó. Sintió un vértigo extraño.

¿Cómo podía alguien escribirle así sin conocerla?

Durante los días siguientes, los mensajes cambiaron. Él nunca cruzó la línea, pero cada palabra era una caricia encubierta.

A.: “No dejes que nadie te haga sentir pequeña.”
V: “¿Incluso si ese alguien es mi jefe?”
A.: “Especialmente si es tu jefe.”

Valentina rió, sin saber que al otro lado de la pantalla Alexander Roth apretaba los dientes.

No podía decirle que era él, no todavía, pero tampoco podía dejar de escribirle.

En ella había encontrado algo que no sabía que buscaba.

Una noche, con la ciudad, “A.” escribió:

A.: “Si algún día el mundo se pone demasiado ruidoso, recuérdame.”
V: “¿Por qué?”
A.: “Porque te pienso siempre.”

Valentina se quedó inmóvil, con el corazón acelerado.

Esa frase se le quedó grabada bajo la piel, sin entender por qué dolía, y al mismo tiempo, la calmaba.

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