Mientras caminaba, un automóvil lujoso apareció de la nada y pasó frente a ella. Era un vehículo blindado, de esos diseñados no para lucirse, sino para sobrevivir: acero oculto bajo la pintura, vidrios gruesos, promesas silenciosas de protección para quienes iban dentro.
La carretera estaba desierta.
No había casas, no había luces, no había testigos. Brenda era la única presencia viva en aquel tramo de asfalto, avanzando a pie, pequeña y vulnerable frente a la inmensidad silenciosa que la rodeaba.
Entonces ocurrió.
No quiso verlo, pero sucedió igual. Cinco hombres surgieron como sombras mal paridas de la noche y la arrinconaron sin darle tiempo a reaccionar. La cercaron con sonrisas torcidas y miradas hambrientas, observándola como se observa a una presa antes del ataque, calculando, saboreando lo que creían que ya les pertenecía.
El miedo le tensó el cuerpo.
Brenda no sabía qué hacer. El corazón le golpeaba con fuerza, y el aire parecía haberse vuelto espeso, difícil de tragar. Sabía