Esa noche, Brenda se rindió al sueño como quien cae en un abismo cálido y silencioso. Y allí, en el fondo de esa oscuridad tranquila, su madre volvió a aparecer.
Era un ángel otra vez.
Un ángel radiante, hermoso, demasiado perfecto para pertenecer al mundo que Brenda había pisado con los pies llenos de barro. Había algo en ella… una mezcla de dulzura y gravedad, como si llevar sobre los hombros el peso de cuidar a su hija desde el más allá fuera una tarea sagrada, pero también dolorosa.
Brenda la miró con los ojos del alma completamente abiertos. Cada vez que su madre llegaba a sus sueños, lo hacía con una intención. No era un simple recuerdo; era una presencia. Un guía.
Y Brenda lo sabía. Sentía que su vida era un rompecabezas tirado al suelo, las piezas desperdigadas, rotas en los bordes, algunas tan manchadas que parecían irreconocibles. Intentar juntarlas sola era agotador. Agobiante. A veces imposible.
Pero su madre estaba allí.
A su lado.
Mostrándole el camino paso a paso, como