Brenda se vistió con lo que encontró primero: una camiseta blanca de manga corta, un jean sencillo y unos zapatos deportivos negros. Prendas básicas, pero limpias… y, para ella, eso ya era un lujo. Se peinó el cabello con paciencia—sus dedos tropezando con nudos que parecían haberse vuelto parte de ella—y lo dejó suelto. Hacía tanto que no lo llevaba limpio que necesitó un momento para reconocerse.
Se acercó al espejo.
Y se quedó inmóvil.
Era como ver a una desconocida. Una versión de sí misma que no recordaba del todo.
Se veía rara, sí, pero no por la ropa ni por el baño: era la sensación. La incomodidad de volver a tener un reflejo que no revelaba miseria, la incomodidad de verse… casi humana otra vez.
La normalidad le pesaba en los hombros como algo prestado.
Había vivido tanto tiempo en la calle, reducida a la supervivencia y nada más, que la idea de volver a una rutina, a un techo, a un espejo… se sentía ajena. No era simplemente “verse mejor”; era sentir cómo se despegaba poco a