—Hemos llegado —anunció la chofer.
Su voz chocó contra el silencio del auto como un portazo. Estacionó en el parqueadero para visitantes, justo afuera del edificio, y apagó el motor con un gesto seco, impaciente. Durante un segundo pareció dudar… pero las obligaciones eran obligaciones, incluso para alguien con tan poca disposición a cumplirlas.
Bajó del vehículo, rodeó el auto y abrió la puerta del lado de Brenda. No fue un gesto amable ni profesional; la puerta se abrió con brusquedad, como si la estuviera arrojando al exterior más que invitándola a salir.
Brenda lo sintió. Ese desdén disfrazado de servicio. Una diferencia abismal respecto al trato delicado y respetuoso que Anderson —el chofer que ella podía pagar en sus buenos tiempos— solía darle.
La comparación le cayó como un golpe bajo.
Y aun así, bajó del auto con la dignidad que le quedaba, mientras la chofer la observaba como si fuera una carga que no pidió… y que tampoco quería seguir transportando.
—Gracias—respondió Brend