Aquella noche, John llegó a la mansión Walker con el semblante serio y cansado. El chofer estacionó frente a la entrada principal y él descendió, ajustándose el saco antes de subir los amplios escalones del porche.
En cuanto entró, escuchó voces en la sala de estar. Martha se levantó de inmediato, sonriendo con afectación.
—John, querido, qué bueno que viniste —dijo, acercándose para besarle la mejilla. Ella realmente extrañaba al hijo.
—Buenas noches, mamá… papá… abuelo. —Su tono se suavizó al ver al abuelo sentado en el sillón junto a la chimenea, envuelto en una manta.
—Mi muchacho… —dijo Oliver Walker, con la voz ronca pero firme—. Ven aquí y dame un abrazo.
John sonrió, aunque apenas, acercándose para abrazarlo. El anciano pasó la mano arrugada por su espalda en un gesto lento y afectuoso.
—Estás delgado… y con ojeras. No has estado comiendo bien, ¿verdad? —dijo el abuelo, examinándolo de arriba abajo con atención.
—Estoy bien, abuelo —respondió John, bajando la mirada, sin valor