El cielo estaba nublado aquella mañana de sábado, pero a Elizabeth no le importaba. Aprovechó el clima templado para caminar hasta la feria del pequeño pueblo, donde pretendía comprar algunos ingredientes frescos para elaborar un nuevo plato.
Le gustaba la sencillez de aquel lugar: los puestos coloridos, el aroma de frutas, verduras y especias frescas, y las sonrisas espontáneas de los vendedores. Sentía que, poco a poco, comenzaba a pertenecer a ese nuevo mundo.
Fue entonces cuando, al doblar por uno de los callejones de la plaza, oyó una voz familiar.
—¡Señorita Stewart! —Steve se acercaba con dos bolsas en las manos y una cálida sonrisa en el rostro—. Nos volvemos a encontrar.
Elizabeth sonrió con discreción. Ya no se assustaba con los encuentros inesperados. De cierta forma, ya los esperaba.
—Buenos días, señor Taylor. ¿También está haciendo compras?
—Para ser sincero… estaba deseando encontrarla —confesó él, con un brillo divertido en los ojos—. Y, como ve, funcionó.
Ella rió, ba