La lancha rápida se deslizó entre las olas como una sombra, su motor fuera de borda amortiguado por trapos empapados en grasa. Roberto saltó sobre las rocas mojadas de Boca Camarioca antes de que la embarcación tocara tierra, sus botas militares encontrando equilibrio en el suelo resbaladizo.
— Aquí nadie vio nada —murmuró al pescador que lo había transportado, entregándole un fajo de billetes húmedos—. Y si preguntan, esto nunca existió.
El olor a salitre y combustible se mezclaba con el sudor frío que le recorría la espalda. Cuba. Había jurado no volver.
La casa de Miguel "El Piojo" olía a ron barato y carne podrida. Tres hombres esperaban alrededor de una mesa llena de armas caseras y cuchillos de matarife.
— ¿Tan jodido estás que trabajas para rusos ahora, Roberto? —escupió el más viejo, limpiando un machete con un trapo sucio.
Roberto encendió un cigarrillo con manos que apenas temblaban.
—El que paga manda. Necesito cuatro hombres discretos. Gente que sepa y no t