El sol de la tarde bañaba el porche de la casa en Santa Cruz del Norte cuando el auto de Alexander levantó polvo en el camino de tierra. Pitri salió corriendo como un cohete, seguido de cerca por Daniela, quien se detuvo en el último escalón, conteniendo la respiración hasta verlo bajar del vehículo intacto.
Alexander levantó a Pitri en un abrazo que duró más de lo habitual, enterrando la nariz en el cabello rubio ceniza del niño que olía a jabón y salitre.
—¿Lo atrapaste? —preguntó Pitri en un susurro que solo Alexander pudo escuchar.
—Sí, soldado. Ya no nos molestarán.
Al levantar la vista, Alexander encontró a Astrova apoyada en el marco de la puerta principal, vestida con unos jeans ajustados y una camiseta negra que había tomado del closet de Daniela y la hacían parecer que nunca había estado fuera de lugar allí. Sus ojos verdes brillaban con una mezcla de orgullo y resignación.
Asrova encendió un cigarrillo ruso, exhalando el humo lentamente hacia el océano.
—No puedo