La lluvia y el viento aún golpeaba los cristales y el café se enfriaba entre sus manos.
Isabella caminaba de un lado al otro de su oficina y estaba dejando caer sus barreras y ese sentimiento de perder el control no le gustaba. Alex estaba sentado en el sofá, los codos sobre las rodillas, mirándola con una mezcla de paciencia y algo que no quería —ni podía— nombrar. —Esto no cambia nada —dijo ella de pronto. —¿El café o la conversación? —preguntó él, aunque ya sabía a qué se refería. —Todo esto, esta noche, no me interesa jugar con fuego, Alex. —Yo tampoco vine a jugar. Ella se detuvo frente a él. El silencio entre ambos ya no era incómodo, era denso, eléctrico, como si con una chispa más pudiera prender fuego al edificio entero. —Tú no entiendes lo que arriesgo —murmuró ella—. Yo no puedo distraerme y mucho menos puedo sentir cosas por alguien como tú. —¿Alguien como yo? —repitió él, incorporándose lentamente. —Relajado, desordenado, mujeriego e insoportablemente encantador cuando le da la gana. Él dio un paso hacia ella solo uno. —¿Y tú crees que yo no me estoy arriesgando? —dijo en voz baja—. No te tengo miedo, Isabella. Pero a lo que siento por ti, sí. Porque no es algo que pueda controlar. Ella rió sin humor, una risa tensa, como si soltara presión por una válvula invisible. —¿Tú? ¿Sintiendo? No sabía que los hombres como tú sentían algo más allá del placer del momento. Él avanzó un paso más, estaban cerca muy cerca… —¿Sabes qué me molesta de ti? —dijo él, mirándola a los ojos. —Haz una lista —respondió ella, sin moverse. —Que tienes miedo de ti misma. Que prefieres pensar que yo soy el problema… porque de esa manera no tienes que admitir que tú también sientes algo por mi. Que tú también quieres esto. Ella no lo negó, no esta vez. Porque lo peor era que él tenía razón. Alex levantó una mano, despacio y la colocó en su mejilla. Ella cerró los ojos solo un segundo, solo un pequeño suspiro de debilidad. Pero ya era suficiente. —No puedo dejar que esto pase —murmuró, apenas audible. —Entonces dime que me vaya —respondió él, con la voz tensa. Hubo un silencio, ella no dijo nada y el lo tomó como una aceptación entonces bajo la mano. —Eso pensé. Entonces, no quiso asustarla con un beso, no todavía. Pero sus frentes se tocaron y respiraban el mismo aire y oían el latido del corazón del otro. El deseo vibraba, silencioso y feroz. —Esto es una mala idea —susurró ella. —Las mejores ideas siempre lo son —susurró él de vuelta. Una llamada en su celular rompió el hechizo. Isabella se separó al instante, como si se hubiera quemado. —Es de logística… tengo que… —su voz era más débil de lo normal. —Claro —dijo él, retrocediendo un paso—. Buenas noches, jefa. —Alex… Él ya había salido. Ella se apoyó contra el escritorio, con la mano sobre el pecho. Y por primera vez en mucho tiempo, no sabía si lo que temía más… era perder el control, o querer perderlo. Isabella A las 5:03 de la mañana Isabella ya estaba despierta. Su despertador no había sonado, no era necesario, no después de la noche anterior. Se sentó en el borde de la cama con los pies descalzos en el piso de frío de mármol. No se había quitado del todo el maquillaje, tenía marcas de almohada en una mejilla y la sensación de que alguien había movido su eje emocional dos centímetros hacia la locura. “No puedo dejar que esto pase.” Sus propias palabras resonaban como una confesión y una advertencia a la vez. Fue directo al gimnasio privado de su edificio. Necesitaba agotar su cuerpo para callar su mente. Subió la velocidad de la caminadora, aumentó la pendiente, y cuando ya no pudo más, se detuvo en seco. Lo deseaba y ya no había forma de negarlo. Pero si cedía, si cruzaba esa línea, ¿qué pasaría con la estructura que había levantado con tanto esfuerzo? ¿Quién era ella sin ese control férreo que todos temían y admiraban? Se miró en el espejo. El reflejo le devolvía una mujer fuerte, empoderada… y confundida. —Él no es seguro —murmuró en voz baja, como si con solo decirlo fuera suficiente para resistir la tentación. Pero el peligro nunca había sido el problema, lo era la posibilidad de que fuera real. Alex Alex llegó tarde a su departamento, empapado por la lluvia, pero no se quitó la camisa de inmediato. Se quedó junto a la ventana mirando cómo la tormenta seguía castigando la ciudad. Estuvieron a punto de besarse, si no hubiera sonado el teléfono… —Idiota —se dijo en voz baja, frotándose la cara con frustración. No porque se arrepintiera, sino porque sabía que eso le costaría algo. Algo más que un momento, más que un trabajo. A ella. Isabella no era una mujer que se diera a la ligera. Si cruzaba esa línea, no habría vuelta atrás. Y él… él nunca había cruzado esa línea con ninguna. Siempre se mantenía en la superficie, justo donde el compromiso no podía alcanzarlo. Pero ahora era diferente, ahora quería zambullirse y eso era algo que lo asustaba más de lo que quería admitir. Fue a su cocina, abrió una botella de vino sin mirar la etiqueta. Bebió directo de la botella. —¿Qué estás haciendo, Duvall? La verdad era que no lo sabía. Solo sabía que se había quedado con la sensación de su piel bajo sus dedos, con su perfume alojado en la memoria, con esa media sonrisa temblando en los labios de ella cuando estuvo a punto de… rendirse. Y ese recuerdo no lo quería soltar.