Isabella despertó en medio de la madrugada. No fue por una pesadilla ni por un sobresalto. Fue la calma, casi desconocida, lo que la sacó del sueño. Estaba arropada, tibia, segura. Y eso, en su nuevo universo de caos, era más perturbador que cualquier sobresalto.
Giró apenas la cabeza y lo vio.
Alex estaba a su lado, sentado en el borde de la cama, con la camisa medio abierta y la mirada fija en el suelo. No parecía dormido, pero tampoco del todo presente. Como si estuviera en guerra con sus propios pensamientos.
—¿No puedes dormir? —murmuró Isabella, su voz aún rasposa.
Él giró la cabeza lentamente, sorprendido de encontrarla despierta.
—No quería despertarte.
—No lo hiciste. Mi cuerpo ya no recuerda cómo dormir ocho horas corridas.
Alex sonrió con ternura. Se acercó un poco más, apoyando un codo en la almohada. Ella no se alejó.
—¿Qué piensas? —preguntó ella.
—En nosotros.
Isabella parpadeó.
—¿Nosotros?
—Sí. En lo que fuimos. En lo que somos ahora. En todo lo que dejamos pendiente.