Esteban bajó de su auto con calma, cerrando la puerta con suavidad. El viento fresco de la noche agitó ligeramente las solapas de su elegante abrigo. Se ajustó el cuello de la camisa con movimientos medidos y tirón de las mangas del saco oscuro para alisar cualquier pliegue. El brillo discreto de su reloj de pulsera asomó bajo el puño. Caminó hacia la entrada principal con paso seguro, su calzado apenas resonando sobre las baldosas del sendero.Al llegar a la puerta, estiró la mano y presionó el timbre con un gesto decidido. Segundos después, la puerta se abrió con un leve chirrido. Una mujer de edad media, vestida con uniforme de servicio, le dio la bienvenida con una leve sonrisa.—Buenas noches —saludó la sirvienta con cortesía.—Buenas noches. ¿Está la señorita Isabella? —He venido a verla —dijo Esteban, inclinando ligeramente la cabeza.—Sí, señor. Pase, por favor.Esteban entró al recibidor, donde el aroma a madera pulida y flores frescas llenaba el ambiente. La decoración clási
(continuación)Leonardo salió del estudio justo en el momento en que Isabella extendió el estuche con el collar a Esteban. Su rostro, sombrío pero sereno, reflejaba el esfuerzo que hacía por mantener la compostura.—Buenas noches —dijo con voz firme.Todos giraron la mirada hacia él. Su figura alta y elegante impuso presencia inmediata. Llevaba las mangas de la camisa algo arremangadas, como si hubiera estado manteniendo su temperamento dentro del estudio. Esteban, aún con el estuche en la mano, esbozó una sonrisa educada.—Buenas noches, señor Montiel —respondió, tratando de mantener la cordialidad.Leonardo avanzó con paso lento pero decidido. Su mirada iba directamente a Isabella. Al llegar junto a ella, sin pensarlo demasiado, se inclinó levemente y la besó en los labios. Fue un beso corto, pero lleno de intención. Isabella le respondió con una sonrisa tranquila, y la tensión en el ambiente se hizo casi palpable.—Señor Bruno —dijo Leonardo luego, dirigiéndose a Esteban con una l
Leonardo, aún tomado de la mano de Isabella, la miró con una mezcla de calma y deseo. Sus ojos seguían fijos en ella, como si tratara de memorizar cada rasgo de su rostro bajo la cálida luz del recibidor.— ¿Nos vamos? —preguntó con voz suave.—Claro —respondió Isabella, dedicándole una sonrisa tierna—. Iré a buscar mi bolso.Leonardo ascendió y la soltó con delicadeza. Isabella subió por la elegante escalera de la mansión, y su silueta desapareció lentamente al doblar hacia el pasillo que llevaba a su antigua habitación. Leonardo se giró hacia sus sueños.—Buenas noches —dijo con respeto.Don Samuel lo miró con atención.—Te acompaña al auto, hijo.Ambos caminaron juntos hasta el exterior. La noche estaba templada, con una ligera brisa que movía las copas de los árboles del jardín. Leonardo se recostó sobre su auto, cruzando los brazos y hundiendo las manos en los bolsillos de su pantalón.—Quiero pedirte un favor —dijo don Samuel, pausado pero firme.Leonardo lo miró con respeto.—S
El sol apenas se asomaba entre los edificios cuando Leonardo se despertó. Isabella seguía dormida a su lado, con el rostro sereno y el cabello esparcido sobre la almohada. Se quedó mirándola un instante, acarició su mejilla con suavidad y luego se levantó con cautela para no despertarla. Después de una ducha rápida, se vistió con un pantalón de vestir gris oscuro y una camisa blanca sin corbata. Miró su reflejo en el espejo, tomó las llaves del auto y salió de la habitación.En el pasillo, la nana Carmen ya estaba despierta.—Buenos días, joven Leonardo —dijo con una sonrisa cálida.—Buenos días, nana —respondió él, deteniéndose un momento—. ¿Isabella sigue dormida?—Sí, todavía. Estaba muy cansada anoche.—Déjela dormir un poco más. Yo tengo un asunto que resolver.—¿Va a desayunar?—No, gracias. Tengo prisa.—Dios me lo bendiga y me lo guarde, joven Leonardo.—Amén, nana. —Lo necesito —respondió con una media sonrisa antes de salir del apartamento.El cielo de la ciudad estaba trata
La lluvia comenzaba a caer con suavidad sobre la ciudad, como si el cielo supiera que algo oscuro se cernía sobre los Montiel. Isabella conducía con el corazón acelerado, los dedos tensos en el volante, la vista fija en el camino. Aquel silencio de la mañana había sido un presagio, una señal de que algo no estaba bien. Leonardo no había aparecido en la oficina, no había llamado y su celular seguía apagado. El miedo comenzaba a calarle los huesos.—Tiene que estar con ella —susurró Isabella, como si al decirlo en voz alta pudiera convencerse. —Tienes que estar con Valeria...Con esa idea la llevó hasta la casa de Valeria. Al llegar, estacionó frente al portón de hierro forjado. Se bajó con prisa y llamó al timbre. A los pocos segundos, una sirvienta abrió la puerta.—Buenas tardes —dijo Isabella, empapada por la lluvia.—Buenas tardes, señorita, ¿puedo ayudarla?—Estoy buscando a Valeria. Es urgente.Desde el fondo de la casa, Valeria sorbía una taza de café. Escuchó el timbre y frunci
Isabella se aferró al abrazo con doña Victoria como si necesitara robarle algo de fuerza. El cuerpo de la mujer mayor temblaba levemente, y sus ojos se llenaban de lágrimas contenidas.—No se preocupe, doña Victoria —susurró Isabella con la voz firme, aunque el corazón le latía como un tambor desbocado—. Leonardo es un hombre robusto... inteligente. Lo vamos a encontrar, cueste lo que cueste. Perder.Victoria la miró con los ojos empañados y asomándose con un temblor en los labios.—Gracias, hija… gracias por no rendirte.En ese momento, la puerta se abrió de golpe y Andrés entró apresuradamente, sin aliento, con el celular en la mano. Su rostro pálido y la tensión en sus mandíbulas delataban que venía con algo importante.Isabella se separó de Victoria de inmediato y lo miró directo a los ojos.—¿Y bien? ¿Qué sabes?—Solo una cosa… —contestó Andrés, sin rodeos—. Su ubicación… La última señal del celular de Leonardo fue en una zona industrial, a las afueras de la ciudad.—¡Allí podría
El aire estaba cargado de humedad y resentimiento dentro del almacén abandonado. Las paredes descascaradas y el olor a óxido impregnaban el lugar con una atmósfera asfixiante. Isabella, atada de manos, miraba con odio contenido a Santamaría, quien se paseaba frente a ella con una tranquilidad perturbadora.—¿Por qué nos haces esto? —preguntó ella con la voz cargada de rabia y desconsuelo—. ¿Por qué tanto odio?Santamaría se detuvo. Sus ojos oscuros se clavaron en los de Isabella con una intensidad enfermiza. Luego, dio un paso hacia ella, cargando la cabeza como si analizara a un insecto al que está a punto de aplastar.— ¿Qué sabes tú de odio, niña consentida? —espetó con desprecio—. Ha sido criada entre algodones, rodeada de privilegios. Nunca supiste lo que era el rechazo... el dolor de ser ignorado por la mujer que amas.Isabella presionó los labios, sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas. Pero no bajó la mirada.—Nada de eso te da derecho a hacernos daño. ¡A nadie! Aún estás
Victoria caminaba de un lado a otro en la sala, con el teléfono apretado entre sus dedos temblorosos. Su respiración era rápida, errática. Las palabras de Santamaría, aunque breves, le habían helado la sangre. Sentía que el tiempo corría en su contra y que cada segundo de inacción podía significar la muerte de sus hijos.—Tengo que hacer algo... —murmuró, deteniéndose en seco. Miró a su alrededor, desesperada—. Solo no puedo. No esta vez. Todos están en peligro. Santamaría es capaz de todo. No... no puede matar a Leonardo. No puede.Con manos temblorosas, tomó nuevamente su teléfono y buscó un contacto en particular. Marco. Uno, dos tonos, y finalmente la voz grave de don Samuel contestó al otro lado.—¡Aló!—Samuel... Hola, disculpa que te llame a esta hora.—Victoria, ¿qué pasa?Ella respiró profundamente, pero su voz se quebró al hablar.—Nuestros hijos... han sido secuestrados. Santamaría los tiene. Isabel, Leonardo... todos.Un silencio sepulcral se hizo presente por unos segundo