Santamaría condujo sin pronunciar palabra por una carretera solitaria, entre montes y caminos sin señales. El silencio era peso dentro del auto, solo interrumpido por el ronroneo del motor y el crujir de las llantas sobre el terreno terroso. Victoria, atada por el miedo y la incertidumbre, no se atrevía a hablar. Solo lo miraba de reojo, intentando descifrar en su rostro alguna pista sobre su destino. Finalmente, el auto se detuvo frente a una cabaña oculta entre los árboles.
Santamaría bajó primero, dio la vuelta al vehículo y abrió la puerta del lado del copiloto. Victoria, con el corazón latiendo con fuerza, salió sin decir una palabra. El hombre la tomó de la mano, firme pero sin violencia, y la condujo al interior de la cabaña. La puerta crujiente se cerró tras ellos con un sonido seco que retumbó como un presagio.
—Siéntate —ordenó Santamaría, señalando el sofá.
Victoria obedeció. Estaba temblando, y su rostro reflejaba el terror contenido. El hombre caminó de un lado a otro, pr