(Alessandro)
Ya no sentía las manos. El volante parecía de piedra. El corazón me latía tan fuerte en el pecho que dolía, un dolor real, asfixiante, que me atravesaba como un cuchillo. Cada semáforo, cada curva, cada segundo era una condenada eternidad.
Joder, Larissa… aguanta.
Estaba tan callada en el asiento de atrás. Miraba al retrovisor cada dos segundos, pero no veía ningún movimiento. Ni un gemido. Nada.
Aparqué de golpe en la entrada de urgencias y salí disparado del coche. Fui a la puerta trasera y la abrí de un tirón.
El asiento estaba empapado de rojo. Su sangre.