La tarde parecía haber ganado un brillo distinto. Teresa y Lúcio se reían de cualquier tontería que decía Gabriel y él, todo lleno de sí mismo, aprovechaba el escenario.
Larissa estaba más tranquila, pero todavía con esa barrera invisible entre nosotros. Ya reconocía cuándo bajaba la guardia y cuándo la levantaba de nuevo.
Estábamos todos sentados en la terraza trasera. El sol empezaba a ponerse y entre el jardín se dibujaba una vista bonita. Entonces, de repente, Gabriel soltó uno de los juguetes, se levantó de la alfombra y vino hacia donde estábamos.
—¿Podemos dormir aquí un día, mamá? Yo, tú y el… —se detuvo, me miró como si reconsiderara— …¿tú también, Alessandro?
Se me cortó la garganta y ni siquiera respiré bien. Sentí el peso de sus palabras resonando en mis oídos. Tan simple, tan directo. Como solo un niño podría decirlo. Todavía dudaba sobre cómo llamarme…
Larissa también se detuvo. Por un segundo, el mundo pareció contener la respiración con ella.
Bajó la mirada despacio, a