(Diogo)
Llegamos al ático en silencio, y podía notar la respiración pesada de Alice a mi lado. En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, ella soltó un suspiro y prácticamente se dejó caer en el sofá, apoyando el cuerpo con cansancio.
Me acerqué por detrás, deslicé las manos por sus hombros y empecé a masajearla con firmeza. El gemido bajo que escapó de su garganta me hizo sonreír contra la nuca.
—Hm… esto está de lujo… —murmuró con los ojos cerrados.
—Te lo mereces —respondí, apretando un poco más, intentando quitarle la tensión del cuerpo.
De repente, su móvil empezó a pitar sobre la mesa. Alice suspiró y lo cogió.
—¿Qué pasa? —pregunté, curioso.
—Es la alarma… toca mi medicación.
Asentí y solté sus hombros.
—¿Dónde tienes el bolso?
Ella señaló con el dedo, perezosa, hacia el rincón de la sala. Fui hasta allí, recogí el bolso y empecé a buscar.
—¡Diogo! —salió su voz en alerta, más alta—. ¡Déjame a mí!
Pero ya era tarde. Entre las cosas encontré el estuche de sus medicinas… y u