Pero… nada.
Nada me encendió, ningún escalofrío, ningún deseo. Solo incomodidad y asco de mí mismo. El contacto con ellas, antes provocativo, ahora me causaba angustia. Era como si intentaran arrancarme algo a la fuerza.
Me aparté con delicadeza, pero firme, y me levanté.
— ¿Eh, todo bien? —preguntó la morena, sorprendida.
— Eh… lo siento. No debería estar aquí y esto… no está bien.
— Pero parecías interesado —dijo la rubia, haciendo un puchero.
— Sí, pensé que lo estaba, pero no lo estoy. De verdad, lo siento, no es por vosotras, es por mí.
Cogí mi chaqueta, dejé un billete grande en la mesa para pagar las bebidas que ni siquiera había probado y salí antes de que pudieran decir algo más.
La noche estaba más fría que antes y yo, más solo que nunca.
Volví al hotel lleno de rabia. Rabia conmigo mismo. Por pensar que podía anestesiar lo que sentía por Alice con dos cuerpos bonitos y besos vacíos. No podía, y en el fondo lo sabía desde el momento en que acepté su compañía.
Entré en la hab