Sus labios se presionaron contra los míos, y por un instante me sentí en las nubes. Amaba cuando hacía eso. Sonreí como una niña tonta, dejándome llevar por las mariposas que revoloteaban en mi estómago. Me incliné para devolverle el beso, con el corazón latiéndome tan fuerte que casi podía oírlo.
—¿Finalmente me vas a dejar esta noche? ¿Vas a decir que sí? —preguntó Dorian con una sonrisa, mientras enredaba un mechón de mi cabello entre sus dedos. Lo había pensado tantas veces. En cuestión de horas, cumpliría dieciocho. Pronto, la Diosa nos mostraría si realmente estábamos destinados. Yo estaba convencida de que sí. Y esta noche, iba a entregarme a él, por completo. Era el momento. Le devolví la sonrisa, mordiéndome suavemente el labio. —Estoy lista. Sus ojos azules se encendieron con deseo, y su sonrisa se volvió aún más profunda. Me atrajo hacia él con una pasión contenida, y su segundo beso fue más intenso, más ansioso. Casi temblé. —Ya era hora —bromeó, haciendo un puchero dramático que me hizo reír. Entramos al club juntos, y pronto nos encontramos con nuestros amigos. La música vibraba bajo nuestros pies. Busqué a Lila y la tomé del brazo para poder hablarle por encima del ruido. Ella era de esas personas que resultan imposibles de querer… y en retrospectiva, supe que yo había sido igual. Superficial. Engreída. Mezquina. Y en más de una ocasión, cruel. —Hola, perra —dijo con una sonrisa encantadora, apartando su cabello color miel con un movimiento estudiado. Le devolví la sonrisa, aunque por dentro algo me sabía a falso. Luego saludé a Taylor, el mejor amigo de Dorian, con un gesto amable. Estábamos abrazados, bebiendo, riendo con el grupo. Todo parecía ir bien. Hasta que de repente, Dorian me soltó. Sin decir una palabra, comenzó a caminar hacia la puerta del club. Su mirada se fijó en una figura que acababa de entrar, como si el mundo entero se hubiera desvanecido a su alrededor. Era una chica. Alta. Más alta que yo. De curvas perfectas, rostro angelical y una melena rubia que brillaba bajo las luces del lugar. Dorian llegó hasta ella, intercambiaron algunas palabras y, sin más, la besó. Allí, frente a todos. La besó con tanta intensidad que tuvo que detenerse para respirar antes de volver a tomarla en brazos. Luego, como si yo no existiera, la tomó de la mano y se fue con ella. Me quedé de pie, congelada, en medio del salón. El mundo giraba pero yo no podía moverme. No entendía. No sabía si debía gritar, llorar o simplemente desaparecer. Y entonces… Lila empezó a reír. Una risa cruel, burlona, que pronto fue secundada por los otros amigos de Dorian. —¿Y ahora qué vas a hacer, Cece? —dijo ella con desprecio—. Ya sabemos que no eres su pareja. Te abandonó sin pensarlo dos veces. No eres nadie sin él. Y honestamente, no vales ni mi tiempo para seguir fingiendo que me agradas, perra arrogante. Con un movimiento frío, los tomó del brazo y se marcharon, aún riéndose de mí. Quedé sola. Sola entre la música, las luces, las sombras. Sola con un corazón hecho trizas. Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas sin permiso. Supe en ese instante que no podía quedarme. Tenía que irme. Lejos de la manada. Lejos de todo. Corrí. Salí del club sin mirar atrás. Crucé las calles, los árboles, hasta perderme entre el bosque. Los sollozos se mezclaban con el viento. Grace. Por favor… ayúdame. Y en cuestión de segundos, ya no era Cece. Era Grace. Mi loba. Una loba negra, herida, rota… pero libre. Corrimos. Sin rumbo, sin pensamiento consciente. Solo la necesidad de escapar. No sé cuánto tiempo pasó. Tal vez horas. Tal vez días. Solo sé que en algún momento, Grace cayó rendida y me transformé de nuevo. Desperté desnuda, al margen del bosque. El aire era fresco. Mi cuerpo dolía. Miré a mi alrededor, alerta, buscando signos de humanos o renegados. No podía permitirme ser vista así. Pero entonces reconocí el lugar. —¿Grace? ¿Por qué nos trajiste aquí? Su voz en mi mente fue suave, pero firme. Porque la necesitábamos. No sabía adónde más ir. Había pasado años desde la última vez que visité este sitio. Pero todo estaba igual: el jardín lleno de vida, las plantas que trepaban las paredes, los adornos antiguos que colgaban junto a las ventanas… y esa sensación acogedora que solo podía dar la casa de mi abuela. Al acercarme, el aroma me envolvió: galletas recién horneadas. Mi abuela. Abrí la puerta trasera que daba a la cocina, y al instante, ella me vio. Sus ojos se agrandaron. Corrió hacia mí con los brazos abiertos. —¡Niña mía! ¿Qué haces aquí? ¿Está bien la familia? Ven, corre, ponte algo de ropa, muchacha, y me cuentas qué está pasando. Me tomó del brazo y subimos juntas. Me llevó al cuarto donde dormía de niña. Todo seguía igual. —Ve a bañarte y ponte esto —dijo, entregándome ropa limpia—. Te estaré esperando abajo. Mientras me duchaba, los recuerdos golpeaban mi mente. Mamá había dejado de venir aquí hacía años. Decía que era complicado vivir en un pueblo humano, que no podíamos seguir ocultándonos. Mi abuela se quedó porque ya no se transformaba. Decía que era ridículo ver a una loba vieja corriendo por el bosque. Cuando bajé, ya estaba esperándome con dos tazas de chocolate caliente y una bandeja enorme de galletas de pistacho, mis favoritas. —Ven, hija. Siéntate. Cuéntame qué pasó. Me senté junto a ella… y rompí en llanto. De nuevo. Me abrazó, me consoló como cuando era niña. —Ya, ya… todo va a estar bien. Tu mamá me llamó mientras te bañabas. Dijo que probablemente vendrías. Me contó lo básico, pero quiero oírlo de ti. Suspiré, limpiándome el rostro, y comencé a hablar. Le conté cómo el cumpleaños que tanto había esperado terminó convirtiéndose en mi peor pesadilla. Cómo Dorian me destruyó en segundos.