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Alfa Blaze
Alfa Blaze
Por: Vanne
Feliz Cumpleaños

Dorian es el hijo del Alfa de mi manada. Lo conozco desde que tengo memoria, porque mi papá —hasta hace poco— era el Beta. Crecimos juntos, pasamos horas en la casa de la manada, donde normalmente viven el Alfa con su familia y los lobos sin pareja. Jugábamos, explorábamos cada rincón del territorio, como si fuera nuestro reino privado.

Su madre solía bromear que cuando cumpliéramos dieciocho años descubriríamos que éramos pareja, porque, según ella, no había dos lobos que se divirtieran tanto juntos como nosotros. Así que me enseñó un poco de lo que debía saber una Luna: administrar los recursos de la manada, organizar eventos, manejar presupuestos y coordinar a los demás.

Siempre creí que una Luna debía ser fuerte, una guerrera, alguien con voz en las decisiones importantes, no solo en asuntos sociales o de caridad. Pero con el tiempo, empecé a creer que quizás ella tenía razón. Que tal vez ese era mi papel.

A los trece años, empecé a mirarlo con otros ojos. Quise que me viera como algo más que su mejor amiga. Cambié mi forma de vestir, me esforzaba por agradarle más de lo necesario. Empezamos a salir cuando tenía dieciséis, y durante casi dos años creí que lo nuestro era real. Que el destino nos había unido.

Hoy, Dorian cumple dieciocho años. A partir de ahora, podría sentir la llamada de su pareja destinada en cualquier momento. Y yo, tan ingenua, estaba convencida de que la Diosa lo haría darse cuenta de que era yo.

Me había dicho que pasaría por mí a las ocho en punto para ir juntos a la fiesta. Como siempre, llegó en su camioneta, ese vehículo que amaba casi más que a cualquier persona. A mi familia nunca le gustó la idea de que saliera con el futuro Alfa. Conocían los riesgos de involucrarse antes de los dieciocho, sobre todo con alguien en la línea de sucesión. Pero yo, como toda adolescente terca, no escuché.

A las ocho en punto, allí estaba. Salí emocionada a recibirlo, pero ni siquiera se bajó a saludarme. Me subí y me lancé a sus brazos con una sonrisa.

—¡Feliz cumpleaños! —le dije, abrazándolo.

Él me miró de arriba abajo y frunció el ceño.

—Pensé que te había dicho que vinieras en vestido hoy.

Lo miré, confundida, y luego bajé la vista a mi blusa negra y falda corta. Era mi estilo, y me encantaba cómo me veía.

—Te dije que ese tipo de ropa no me gusta —gruñó, girando los ojos—. Pareces una niña rebelde vistiéndote así, toda de negro.

Me quedé en silencio, sintiendo cómo la ilusión del momento se desvanecía. Estaba segura de que su humor mejoraría una vez llegáramos a la fiesta. Dorian odiaba que no usara vestidos ni me maquillara como a él le gustaba. Claro que podía ponerme un vestido… pero no todo el tiempo. Hoy quería estar cómoda, bailar sin preocuparme por idiotas borrachos. Eso era todo.

A veces sentía que él prefería a esas chicas que usaban tacones hasta para ir al colegio. Y yo no era así.

Tampoco ayudaba que en nuestra manada muchos tuvieran cabello rubio y ojos claros. Yo era la excepción: piel pálida, cabello oscuro y ojos negros, los mismos que heredé de mi abuela. Siempre me sentí un poco fuera de lugar.

Durante el camino, me quedé mirando por la ventana mientras Dorian hablaba sin parar… de sí mismo, por supuesto. Al parecer, todos en su vida eran el problema, menos él.

—El Alfa de la manada Media Luna está pidiendo mi ayuda. Se peleó con la manada Luna de Sangre y quiere que lo apoye —dijo, irritado, pasándose la mano por el cabello.

Mi cuerpo se tensó al oír ese nombre.

—¿La manada Luna de Sangre? ¿Por qué querrías meterte en eso? —pregunté, sintiendo una punzada de alarma.

Todos sabíamos quiénes eran. Se decía que comenzaron como un grupo de renegados, pero con la llegada del Alfa Grey, se convirtieron en una potencia. Y ahora su nieto, el nuevo Alfa, dirigía la manada más poderosa y despiadada que nuestra especie había conocido.

—Por favor, Cece —bufó Dorian, con arrogancia—. Ese alfa no es más que un hombre. Y su manada, una más del montón.

—Un “hombre” cruel… con muchísimo territorio —murmuré, sabiendo que Luna de Sangre poseía más terreno que cualquier otra manada.

—No por mucho tiempo —sonrió él, como si supiera algo que yo no.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

—¿Qué quieres decir con eso?

Pero me interrumpió con un gesto de la mano.

—Suficiente. Nada de eso importa.

El resto del camino lo hicimos en silencio. Yo, mirando por la ventana; él, enfocado en su mundo.

Al llegar a la discoteca, nos estacionamos, y al bajar del coche, Dorian me rodeó la cintura con una sonrisa forzada, como si nada hubiera pasado.

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