534. El eco de las damas en los cuadros.
La tengo entre mis brazos, y en ese instante todo parece suspendido, como si el tiempo hubiera aceptado detenerse solo para contemplar el contacto de su piel contra la mía, la tibieza de su respiración agitada que se mezcla con la mía, y el temblor de sus labios aún húmedos del último beso. Sin embargo, noto en sus ojos que no está completamente conmigo, que algo más la distrae, un murmullo silencioso que no proviene de mí ni de ella, sino de las paredes que nos rodean.
Sigo la dirección de su mirada y lo entiendo: los cuadros.
Esas damas inmóviles, pintadas con una solemnidad que atraviesa siglos, parecen mirarla con insistencia, con un juicio silencioso que se cuela en la atmósfera del salón. Cada una de ellas, con sus rostros perfectos, con sus vestidos pesados y sus miradas fijas, proyecta un mensaje ambiguo, difícil de descifrar: ¿la condenan, o la invitan? ¿La juzgan, o la celebran?
Sonrío con un dejo de ironía, porque sé que esa tensión es parte del hechizo, y no me apresuro a