338. Lo que queda de las máscaras.
Narra Lorena.
El cuero de la silla cruje cuando me muevo. Las correas no están tan apretadas como antes, pero igual cortan la piel si intento forzar. No soy tonta. Me quedo quieta. Lo suficiente como para que no me droguen otra vez. Lo suficiente como para observar.
Los focos me dan de lleno en los ojos. Me cuesta distinguir quién está ahí. Pero reconozco su forma de andar. Reconozco ese andar ancho, seguro, como si caminara sobre un mundo que le pertenece. El peso de la mirada. El modo en que sostiene el arma. El modo en que no respira cuando entra en una sala desconocida.
Ruiz.
No lo veía desde aquella vez en la cárcel.
Desde que me quitó a Dulce y me dejó con las manos vacías, el corazón roto y la boca llena de cenizas.
Y sin embargo, verlo ahora, después de todo, me hace algo adentro. Algo parecido a una punzada. O a una ráfaga de viento frío que te entra por los huesos.
Está parado frente a mí.
No dice nada.
No me apunta.
No me abraza.
Solo me mira.
Y esa mirada pesa más que cual