287. Huella de humo.
Narra Gomes.
Cuando uno está tanto tiempo entre cadáveres, empieza a perder el olfato para los vivos.
No es una metáfora.
Es literal.
El olfato cambia.
Los pasillos del forense ya no me dan asco.
La sangre ya no me espanta.
Pero hay algo en este nuevo cuerpo… algo que no había sentido antes.
Y no sé si es la víctima.
O si es el asesino el que empieza a oler distinto.
El cuarto crimen fue distinto.
No por lo grotesco —eso ya se volvió su firma—, sino por la prolijidad.
El cuerpo está dispuesto como si fuera una escultura.
Manos sobre el pecho.
Párpados cerrados.
Un poema corto, escrito con tinta negra en el antebrazo izquierdo:
“La verdad se desliza como una serpiente: silenciosa, sin pisadas.”
Y en el dedo índice, un corte mínimo.
Demasiado limpio.
—¿Le sacaron la huella? —pregunto.
El médico forense asiente con un gesto rápido.
—Y algo más. Le cortaron la última falange con una precisión quirúrgica. Pero la piel estaba regenerando tejido. Lo hizo antes del crimen.
Eso me llama la at