El hospital olía a desinfectante y café rancio, pero la habitación de Lisandro tenía un aire casi festivo gracias a Adrián, que gateaba como un torbellino, dejando un rastro de sonajeros y babas.
Lisandro, a punto de ser dado de alta, estaba sentado en la cama, con el cabestrillo en el hombro y una expresión de cachorro nervioso, tratando de descifrar cómo ganarse el perdón de Valeska.
Ella estaba en una silla, con la carta arrugada que él le había dado ayer en la mano, aún sin abrir, y una ceja arqueada que prometía problemas. Goran, apoyado en la pared con una revista vieja, fingía desinterés, pero sus ojos brillaban con diversión ante el espectáculo que se avecinaba.
Valeska seguía furiosa por los secretos de Lisandro pero su amor por él y su familia la mantenía allí, lista para hacerlo sudar con una buena dosis de sarcasmos.
—¿Todavía no lees la carta? —preguntó Lisandro, con una mezcla de esperanza y pánico, señalando el papel con su mano buena.
Valeska la agitó como si fuera una