La puerta del viejo departamento de Marcos chirrió con un sonido que pareció quebrar el silencio en mil fragmentos. Valeska entró primero. Había algo simbólico en eso. Cruzar el umbral de ese espacio —sucio, cargado de historia y secretos— era como internarse en la médula de una herida que aún no terminaba de sanar.
Atrás quedó Penélope, observando desde el pasillo como una sombra expectante, elegante y cargada de intención. En sus manos, una carpeta. Falsa, claro. Pero convincente.
Valeska recorrió la estancia con la mirada. Nada había cambiado desde la última vez que Oliver la había llevado ahí, en una de sus búsquedas impulsivas por pistas que ya ni sabían si querían encontrar.
La alfombra seguía ladeada, las cortinas olían a humedad, y en la mesa ratona había restos secos de una botella olvidada. Todo era testimonio de una vida clandestina, oculta. Como si Marcos jamás hubiera tenido un hogar, sino trincheras desde donde se defendía del mundo… o donde tramaba cómo destruirlo.
—¿Li