La habitación volvió a sumirse en ese silencio tan particular que solamente se respira en los hospitales, donde lo no dicho, pesa más que cualquier alarma, pitido o pisada que cruce el pasillo.
Valeska no había pronunciado ni una palabra desde hace unos minutos. Goran se mantenía respetuoso, dándole espacio, pero era imposible ignorar que el aire estaba a punto de romperse. Adrián seguía en brazos de su abuelo, inquieto, moviendo sus manitas como si su cuerpecito pequeño también notara la tensión densa que se alojaba entre los adultos.
Oliver estaba de pie a unos pasos, observándola con una mezcla extraña entre culpa y esperanza, como esperando una sentencia, o tal vez un perdón que no sabía si merecía. Pero Valeska ni siquiera lo miraba. Sus ojos estaban fijos en un punto invisible, en la pared blanca, con el ceño apenas fruncido, y las manos apretadas al frente, cruzadas en un gesto que parecía decir: «Aquí estoy, pero no soy invencible». Respiraba lento, profundo, con esa calma con