—No, Vale —empezó Oliver, su voz quebrándose como si cada palabra fuera un puñal que se clavaba profundo en su pecho, pero, aun así, se mantuvo firme, casi desafiante—. No puedes culparte de esto. En serio, no tienes nada que ver. Esto… esto lo empecé yo. Yo fui el que empujó todo al abismo. Si alguien tiene que cargar con esta culpa, ese soy yo. Yo tomé la decisión equivocada. Yo lo hice todo mal desde el principio. No tú. No, no puedes cargar con este peso.
Su mirada, llena de tormento y desesperación, se clavó en los ojos de Valeska.
Quería atravesar ese muro invisible que ella había levantado, esa barrera de silencio y vacío que le impedía sentirlo, que la mantenía atrapada en un silencio pesado y frío. Ella lo miraba, con pupilas dilatadas pero vacías, como si sus ojos no supieran qué hacer con esas palabras, como si escuchara algo distante, lejano, un eco que no lograba tocar su alma herida.
Oliver dio un paso hacia delante, acercándose casi tembloroso, como si suplicara permiso