Lisandro no necesitó decir una palabra. Su mirada, más que cualquier otra cosa, había sido suficiente para que el aire se cargara de tensión. Caminó con firmeza, sus pasos resonando en el silencio de la calle vacía, hasta que estuvo justo frente a Valeska.
Ella no se movió. Ni siquiera parpadeó.
Los ojos de Lisandro brillaban con una intensidad que podría haber atravesado la noche misma. Su presencia era como un peso invisible que se sumaba a la atmósfera, haciéndola más densa, más pesada. Cada uno de sus pasos hacía que el pulso de Valeska se acelerara, como si de alguna forma, a pesar de todo lo que había sucedido, ella aún estuviera esperando un gesto, una palabra, algo que confirmara que en algún rincón de él quedaba la imagen que había conocido.
Pero él no se detuvo frente a ella.
Avanzó sin detenerse, con la mirada fija y los labios apretados en una línea recta, inquebrantable.
Valeska sintió que el aire se le cortaba al ver cómo pasaba de largo. No importaba cuánto lo hubiera p