Valeska ajustó la bufanda de seda alrededor de su cuello, no por el frío, sino para ocultar con sutileza el diminuto micrófono que llevaba prendido a la solapa de su abrigo. El dispositivo estaba conectado directamente al teléfono que había camuflado dentro de una elegante cartera de mano. Todo estaba en su lugar.
Respiró hondo. Aquel día no se había pintado los labios de rojo por vanidad. Era una guerra silenciosa, y el rojo era su bandera.
La recepcionista la guio hacia el restaurante del último piso, donde ya una figura aguardaba, sentada en una mesa con vista panorámica a la ciudad. Iskra.
Valeska la observó con detenimiento mientras se acercaba: su melena peinada en suaves ondas, su vestido ajustado sin mangas, completamente inapropiado para la temperatura del lugar, pero no para sus intenciones. La copa de vino a medio tomar en su mano descansaba frente a ella. Todo en ella gritaba «postura», una cuidadosamente construida.
—Llegas justo a tiempo —comentó Iskra sin molestarse en