Mundo ficciónIniciar sesiónDamián Salvatore, el hombre al que había intentado amar, su prometido, yacía en brazos de otra mujer. Su rostro se mantuvo inexpresivo, pero sus ojos, esos que siempre habían reflejado su verdad más profunda, no pudieron ocultar el dolor desgarrador que la escena le provocó, Erika podía sentir como su corazón dejaba de latir por una mínima fracción de segundo y su respiración se volvió superficial, lenta como si todo a su alrededor fuera toxico de respirar.
Las prendas de ambos estaban esparcidas por el suelo, un rastro innegable de lo que había ocurrido. El perfume de otra mujer impregnaba el aire, mezclándose con el aroma familiar de Damián. Su cuello y sus labios estaban marcados con carmín, y su cabello, normalmente impecable, en estos momentos lucía despeinado, revuelto por manos ajenas.
Pero lo que terminó de romperla fue reconocer a la mujer que reposaba contra su pecho. Mayerli Lancaster.
Una antigua compañera de la universidad.
Los rumores siempre habían estado ahí, siempre lo estuvieron, secretos susurrados a voces gritados a sus espaldas, flotando como una sombra silenciosa sobre su relación. Sin embargo, hasta ese momento, Erika nunca había tenido pruebas, nunca había querido creer en ellos, sin embargo, todo estaba claro. Irrefutable.
Se quedó inmóvil por un instante que pareció eterno, algo dentro de ella se quebró, pero no dijo nada, no aún, porque el dolor puede ser un puñal, pero también un fuego que lo consume todo.
Los ojos de Erika se encontraron con los de Damián y por un instante, el tiempo pareció detenerse. Él parpadeó varias veces, su rostro antes relajado ahora reflejaba pánico y angustia. Balbuceó palabras apresuradas, sin sentido, una maraña de excusas que ella ni siquiera intentó descifrar, no le importaban sus justificaciones, no le interesaban sus mentiras sencillamente no quería escuchar nada más.
«Termine con este circo.»
Ni una sola palabra, ni gritos, sin reproches, absolutamente nada de ruido. Erika se giró sobre sus talones y salió de la habitación con la cabeza en alto, no permitiría que él la viera derrumbarse, no le daría ese poder. Simplemente ella se marchó acompañada únicamente de su dignidad y su orgullo.
A medida que avanzaba por el pasillo del hotel, los pasos resonaban con firmeza sobre la alfombra, ahogando parcialmente los gritos desesperados de quien hasta hacía unos minutos era su prometido. Damián la llamaba, su voz cargada de súplica y desesperación, pero ella no se detuvo, no lo haría nunca más.
Si había algo que tenía claro, era su propio valor. Él la había perdido, no al revés, y aunque el dolor aún ardía en su pecho, esa certeza le brindaba un pequeño consuelo.
Al llegar al ascensor, presionó el botón para el lobby y esperó, mirando fijamente las puertas metálicas. Su reflejo le devolvió la mirada, sereno, pero con un atisbo de tristeza en los ojos, un ruido a sus espaldas llamó su atención y apenas desvió la mirada vio a Damián correr hacia ella, por lo menos eso intento él.
En su desesperación, tropezó torpemente a mitad del camino y cayó de bruces contra el suelo, Erika apenas pestañeó como si un gato hubiera cruzado el pasillo, el ascensor se cerró con un suave sonido mecánico, y lo último que vio antes de que las puertas se cerraran fue la imagen patética de Damián arrastrándose, con la mano extendida en un inútil intento de alcanzarla, pero ahora ya era demasiado tarde.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el lobby, Erika se encontró con Hugo esperando impaciente. Sus brazos cruzados y su ceño fruncido delataban su incomodidad, pero lo que más le llamó la atención fue la presencia de culpa en su expresión. ¿Se sentía culpable? No, claro que no, ella dudaba mucho que él sintiera remordimiento por algo.
La mirada de ambos se cruzó por un instante, pero ella apartó la mirada con desinterés y molestia, era evidente que no quería hablar con él, más bien, no quería hablar con nadie. Durante todo ese tiempo había ignorado las llamadas insistentes de su jefe, y si ni siquiera le había dado explicaciones a él, mucho menos las daría a alguien que, por todo lo que sabía, bien podría haber sido parte de la coartada en ese patético circo.
Sin detenerse ni dedicarle una palabra, caminó con paso firme hacia la salida, dejando atrás el hotel y todo lo que representaba.
Erika pasó de largo sin siquiera dignarse a mirar a Hugo. Su coleta de caballo se movió con ligereza mientras avanzaba por el lobby con paso seguro, sin titubeos y fue en ese momento que le agradeció en silencio a su hermana mayor por haberla obligado tanto años atrás a asistir a clases de modelaje, etiqueta y protocolo, aquello le habían enseñado a mantener la cabeza en alto, la espalda recta y la mirada firme, y ahora más que nunca, esas lecciones le servían como armadura.
Al llegar a la entrada del hotel, las puertas automáticas se abrieron con un leve zumbido, permitiéndole salir con la misma elegancia y dignidad con la que había caminado hasta allí. Se dirigió sin prisa a su auto, abrió la puerta y se deslizó en el asiento del conductor, el rugido del motor rompió el silencio de la noche mientras aceleraba y se alejaba sin rumbo fijo.
Su teléfono no dejó de sonar, las llamadas de su jefe y de Damián se intercalaban una tras otra, pero ella no contestó ninguna. No tenía intención de escuchar excusas, ni de dar explicaciones.
«No volveré a casa.»
En lugar de eso, terminó pasando la noche en uno de los hoteles propiedad del esposo de su hermana mayor, Hanna. Pensar en ella le arrancó una sonrisa fugaz y nostálgica. Su hermana había tenido suerte, se casó por amor con un hombre que, sin dudarlo, sería capaz de destruir el mundo entero por ella, al contrario de ella, que se vio obligada a casarse por la presión constante de su familia entera.
«El amor es un asco.»
—Por lo menos una de nosotras tiene suerte…—murmuró Erika al bajar del auto, con una sonrisa amarga en los labios.
El imponente hotel se alzaba frente a ella, majestuoso y silencioso bajo el resplandor de la noche. Pensó en su cuñado y en la ventaja de tenerlo en la familia. ¿Estadía gratuita de por vida en los mejores hoteles del mundo? Sin duda, eso lo convertía en su cuñado favorito, al punto de llegar a apreciarlo más que a su propia hermana.
Cruzó el elegante vestíbulo sin detenerse y tomó el ascensor hasta la suite privada que siempre estaba disponible para ella, al entrar, cerró la puerta con un suspiro y se dejó caer en el enorme sillón de cuero, rodeada por el lujo y el confort que en ese momento le parecían insignificantes. Erika pasó la noche en vela, intentando poner en orden sus pensamientos. Necesitaba claridad, debía tomar la mejor decisión para su vida.
Y esta vez, no habría vuelta atrás.







