La muerte repentina de Miguel Vicuña los pilló a todos desprevenidos. No estaba enfermo, no tenía problemas, todo en su vida parecía marchar a las mil maravillas.
¿Cómo entonces pudo suicidarse? Nadie lo entendía, no dio ninguna señal. Al contrario, amaba la vida, aún en los peores momentos, buscaba el lado amable a los problemas. ¿Qué lo había orillado a tomar tan drástica decisión? Nadie lo comprendía en lo absoluto.
Sarah, viendo a la familia de Miguel junto al féretro, desolados, lo entendía menos. Ella sabía que él no les haría algo así, los amaba demasiado para causarles tamaño sufrimiento.
Una vez terminada la ceremonia, la esposa de Miguel se acercó a ella.
—Dime una cosa, Sarah —le rogó con los ojos rojos por el llanto—, ¿por qué lo hizo?
Sarah la miró a los ojos, la tristeza en su mirada quebraba hasta el corazón más duro.
—No lo sé señora, no logro explicármelo, no sé…
—Tú llevabas trabajando con él casi siete años, compartía más tiempo contigo que conmigo, alguna idea debes tener.
Sarah se sintió culpable. Ella estaba segura del amor de Miguel hacia su esposa, la amaba más que a nada en el mundo y muchas veces renegaba con ella por no dedicarle a su esposa “el tiempo que merecía”, según sus propias palabras. Aunque ella y su hijo no lo creyeran así. Sarah tomó aire, necesitaba darse ánimos para enfrentar esta situación.
—Señora Lidia, por más que usted piense que yo tengo la respuesta, quíteselo de la cabeza, porque no tengo idea. Cada minuto que ha pasado desde que él… —no pudo pronunciar la palabra —, me he preguntado qué pudo ser tan grave que ni ustedes ni yo lo supimos, qué pudo ocurrir en su vida para querer acabar con ella, qué sucedió. Todavía no creo que haya sido así.
—¿No crees que se suicidó? —le preguntó la mujer interesada.
—No creo que haya sido capaz de eso, de provocarles, a sabiendas, ese dolor.
—Yo creo que lo asesinaron —confesó la mujer.
—¿Qué dice? —Sarah se extrañó oír, de otra boca, lo que ella ni siquiera se había atrevido a pensar en voz alta.
Sebastián, el hijo mayor de Miguel, se acercó a ellas.
—¿Vamos, mamá? —le preguntó tomándola del codo suavemente.
—Dime, Sarah —insistió la mujer sin contestar a su hijo—, ¿tú crees lo mismo que yo?
Sarah dejó caer las lágrimas que retuvo todo el sepelio. Ella quería mucho a Miguel Vicuña, desde que murieron sus padres él fue como un padre para ella.
—Ni siquiera me atrevía a admitirlo para mí misma, por lo terrible que suena, pero sí, señora Lidia, estoy segura de que él la amaba demasiado para dejarla sola, no creo que él se haya suicidado, a él lo mataron.
—¡Sarah! —La reprendió Sebastián en voz baja— Ni siquiera lo menciones, no aquí por lo menos.
Sebastián miró a su alrededor molesto, pendiente de quién pudiera haberla oído.
—Vamos a la casa —dijo Lidia con voz suave—, allá podremos conversar más tranquilamente.
Sarah miró a Sebastián que la miraba con furia. Ella se cohibió ante su mirada reprobatoria. Su corazón latía de amor por él, mientras que el de él sólo sentía odio y rencor. Volvió a mirar a Lidia, que la miraba suplicante. Miró a su alrededor, ya no quedaba casi nadie en el hermoso cementerio y los hombres que trabajaban allí habían empezado su labor de terminar con la sepultura de don Miguel, lo que no le daba chance a excusarse que quería estar un rato más con su antiguo jefe.
—No lo sé, ustedes tal vez quieran estar solos y yo… —intentó decir.
—¡No! Yo quiero saber qué le pasó a mi esposo.
—Señora Lidia…
—Ven con nosotros, si tienes algo que decir, lo dirás allá —ordenó Sebastián con dureza.
—¿Y si no tengo nada qué decir? —preguntó ella.
Él la miró con desaprobación y recelo.
—Está bien —accedió la joven finalmente. Sabía que el hijo de su jefe no le tenía ninguna simpatía y ahora, que sería él quien tomara el puesto de su padre, ella tendría que trabajar para él o quedar sin trabajo.