Cuando llamé a mis padres biológicos, se escuchaban emocionados del otro lado de la línea.
Mi mamá, con esa sensibilidad suya que nunca fallaba, notó al instante la tristeza en mi voz.
—Ivana, mi amor, ya te lo he dicho mil veces: si no estás bien ahí, no lo pienses tanto. Aquí tienes un hogar. Tu papá y yo siempre vamos a estar para ti. Siempre.
—Sí, mamá. Solo necesito unos cinco días para renunciar y entregar todo en el trabajo. Después... volveré.
—Perfecto. Entonces nos encargamos del pasaje. Aprovecha estos días para despedirte tranquila de tus hermanos. Ivana, pase lo que pase, tenés unos padres que te quieren y te respaldan. Vamos a protegerte, y siempre vas a contar con nosotros.
No pude aguantar. Las lágrimas empezaron a caer sin que pudiera detenerlas.
Antes, Nelson y Hugo también solían decirme eso. Que siempre iban a estar conmigo. Que nunca iba a estar sola.
Nelson incluso solía decirme que, cuando fuéramos grandes, se casaría conmigo.
Que no podía imaginar su vida sin mí, ni un solo minuto.
Por eso, cuando mis padres biológicos aparecieron, no les conté nada.
Y cuando mis padres me pidieron que me fuera con ellos, dije que no.
Porque todo lo que amaba estaba acá. Aquí crecí. Aquí estaban Nelson y Hugo. ¿Cómo iba a irme?
Pero entonces llegó Gloria. Y todo cambió.
Ahí fue cuando entendí que tal vez... me había equivocado.
Gloria también había crecido en un orfanato. Vino desde otra ciudad para estudiar.
Cuando entró a la universidad, se le notaba lo perdida que estaba: sola, callada, sin saber bien a dónde ir.
Me dio ternura. Y, sin pensarlo demasiado, la invité a casa. Pensé que sería bueno que no pasara sus primeros días sola.
Desde entonces, empezó a venir en cada fiesta, en cada fin de semana largo, en cada feriado. Era como si ya fuera parte de la familia.
Recuerdo que en mi cumpleaños, cuando Nelson y Hugo me sorprendieron con una cena, ella rompió en llanto. Dijo que nunca antes le habían celebrado nada. Que jamás había recibido un regalo.
Me partió el alma verla así. Por eso le preparé un pastel con mis propias manos. Y obligué a Hugo y a Nelson a cantarle y a festejarle su «cumpleaños atrasado».
La traté como a una hermana menor. De verdad lo hice con cariño.
Hasta que un día, encontré una carta en uno de los cajones de Nelson. Era de Gloria. Una carta de amor.
La enfrenté. Le dije que Nelson y yo estábamos comprometidos. Y, con toda la calma que pude, le pedí que por favor no volviera a escribirle.
Terminamos discutiendo. Fue la última vez que hablamos antes de que se fuera del país.
Unos días después, nos mandó un correo a cada uno. Decía que yo era afortunada: tenía un hermano amoroso y un novio perfecto. Y que ella, en cambio, no tenía a nadie. Que, por ser huérfana, el amor no era algo que le tocaba. Que nunca lo mereció.
Nelson leyó el correo. Y, por primera, vez me gritó.
—¡Tú sabías que Gloria era huérfana y aun así le restregabas tu vida perfecta! ¡Eso es egoísmo, Ivana!
Hugo también me miró raro, como decepcionado.
—¿Fuiste tú quien la hizo irse? ¿En serio no pudiste tener un poco más de empatía?
Los dos pensaban lo mismo: que Gloria estaba más sola, que necesitaba más cariño que yo, y que por eso debían darle todo lo que antes me daban a mí. Para que ella supiera lo que se sentía ser amada.
Yo llevaba cinco años soñando con mi boda.
Cada rosa del altar la cultivé con mis propias manos. Cada dulce del banquete era una receta mía. Diseñé cada detalle con amor, con paciencia... para que fuera único.
Y ahora... mi boda terminó siendo un chisme más.
Una burla.
Una herida que no sé si algún día voy a poder tocar sin que duela.