Me quedé ahí parada, paralizada, queriendo irme. Pero entonces recordé que mis documentos personales seguían guardados en mi habitación.
No dije nada, y, entumecida, sin expresión alguna, pasé junto a ellos, para subir las escaleras.
Al pasar, alcancé a ver el rostro de Esperanza.
Sonreía con malicia y triunfante, como un depredador saboreando su victoria.
Cuando abrí la puerta de mi habitación, me detuve en seco.
Era un desastre, la ropa de Esperanza estaba esparcida por toda mi cama, abarrotando el pequeño espacio que me había quedado.
Mi santuario había sido invadido, violado.
Me quedé ahí un momento mientras los recuerdos me inundaban como una avalancha.
Una vez, ese lugar había sido feliz, Ricardo y yo habíamos compartido risas genuinas.
Se había enamorado de mí después de una cacería y pronto me reclamó como su Luna.
Había organizado una ceremonia sagrada de marcaje en mi honor, con las bendiciones de la Diosa Luna y los vítores de toda la manada. Ese día había sido el más feliz de mi vida.
Luego llegaron nuestros cachorros gemelos: Cristóbal y Diego.
Ricardo incluso había construido esa casa con sus propias manos, prometiendo que envejeceríamos juntos allí. En aquel entonces, le creí.
Pero todo cambió el día que trajo a una loba huérfana a nuestras vidas. Esperanza tenía apenas quince años cuando llegó. Y yo... realmente quería darle la bienvenida. Renuncié a mi habitación para que ella tuviera más espacio y me mudé al estudio estrecho sin quejarme.
Le di mis vestidos nuevos para ayudarla a sentirse segura, le pedí a Ricardo que la cuidara más e incluso les dije a nuestros cachorros que jugaran con ella, que la trataran como a una hermana. Asumí más responsabilidades en la manada solo para que ella pudiera integrarse más fácilmente...
Lo di todo: mi hogar, mi familia y mi amor.
Pero, poco a poco, sin siquiera darme cuenta, la marea cambió; mis sacrificios se volvieron expectativas, y mi presencia... una carga.
Todos comenzaron a actuar como si fuera natural que siguiera dando, que siguiera sacrificándome por Esperanza. Y, cuando me costó dar más, me convertí en el problema.
Ricardo se volvió más frío, más impaciente. Mis cachorros, mi propia sangre, comenzaron a preocuparse más por ella que por mí. Esperanza me incriminó una y otra vez, siempre haciéndose la víctima, siempre tan perfectamente inocente ante sus ojos. Y cada vez, mi familia se alejaba más y más de mí.
Todo el amor que había derramado sobre ellos... toda la calidez, la lealtad, el sacrificio... se convirtió en nada más que basura.
Me sequé las lágrimas que habían rodado por mi rostro sin que me diera cuenta.
Extrañamente, me sentí... aliviada. Solo quedaban dos días antes de poder dejar finalmente ese lugar.
A la mañana siguiente, me despertó una llamada telefónica de Sofía, mi compañera en la manada de Hombres Lobo. Prácticamente, podía sentir su emoción vibrando a través del teléfono.
—¡Hola, Carmen! Acabo de enterarme por Santiago. ¡Finalmente aceptaste recibir entrenamiento en el Territorio del Norte! ¿Es cierto? Quiero decir... siempre tuviste una familia tan feliz: tu compañero Alfa, tus cachorros gemelos. ¿Realmente los vas a dejar?
—Sí, me voy. Esta vez no me echaré para atrás —le respondí con calma, mi voz tan tranquila como un lago congelado.
—¡Wow, eso es increíble! ¡Me da mucho gusto que vayas a entrenar conmigo! ¿Cuándo te vas?
—Mañana.
Justo cuando terminé la llamada, levanté la vista y me quedé helada.
Ricardo estaba parado afuera de la habitación, con los gemelos justo detrás de él.
—¿A dónde vas? —inquirió, mirándome atónito.
Antes de que pudiera responder, Diego corrió a mis brazos con lágrimas brotando en sus ojos.
—Mamá, perdón por lo que dije ayer, no lo decía en serio. ¡Por favor no nos dejes!
—Mamá, ¿ya no nos amas? —preguntó Cristóbal con la voz temblorosa, aunque intentó mantenerse fuerte.
Mi corazón se contrajo por un segundo, pero me tranquilicé, manteniendo mi voz neutral.
—Yo... yo solo...
Ricardo me interrumpió. Actuó como si estuviera seguro de que no me atrevería a dejarlo a él y a nuestros cachorros, la vida que habíamos construido juntos en esa casa, como si fuera incapaz de alejarme.
—Carmen, lo siento. Ayer perdí los estribos, pero, por favor... no culpes más a Esperanza. Si pudieras tratarla como familia otra vez, yo...
Mi loba soltó una risa amarga y burlona en mi mente.
«Pensé que se preocupaba por ti... que finalmente venía a disculparse con nosotras. Pero no, solo tiene miedo de que puedas lastimar a Esperanza.»
Lo interrumpí fríamente, mis ojos como fragmentos de cristal.
—No te preocupes, no le causaré más problemas.
Ricardo se quedó visiblemente atónito, al igual que los gemelos.
Su mirada se dirigió a la mesa, donde había dejado las hierbas por las que había arriesgado todo para conseguirlas. La comprensión lentamente se dibujó en su rostro y forzó una sonrisa incómoda.
—Oh... ¿así que era para ella? Bueno, gracias. Después de que te fuiste, Esperanza se recuperó rápidamente. El sanador dijo que no necesitaba quedarse en la enfermería, así que... nos vinimos a casa.
—Bien, si está mejor, entonces es lo único que importa.
Sonreí, pero la sonrisa no llegó a mis ojos, era fría, como piedra.
Hubo un destello de algo, tal vez incertidumbre, en el rostro de Ricardo, e incluso en las expresiones de los niños.
Cristóbal dio un paso adelante, con confusión en su voz.
—Mamá... ¿qué te pasa?
Los ojos de Diego se iluminaron, confundiendo mi indiferencia con perdón.
—Me da gusto que aceptes a Esperanza otra vez, sabía que lo harías.
Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, Ricardo de repente pareció darse cuenta de algo y regresó corriendo, deteniéndola con sus garras justo antes de que se cerrara.
—Carmen... se me olvidó decirte que pasaré por ti mañana en la noche. Vamos a ir al Valle de la Sombra Lunar.
Sus ojos se iluminaron con expectativa, como esperando que sonriera.
—¿Para qué? —pregunté, mientras una ola de amargura se alzaba en mi pecho.
«¿Mañana en la noche? Me habré ido mucho antes de eso.»
—Es nuestro octavo aniversario, no lo olvidé.
Forcé una sonrisa fría y vacía. Justo cuando abrí la boca para responder, cuando la voz llena de pánico de Cristóbal resonó por el pasillo.
—¡Papá! Esperanza se cortó el dedo, ¡está sangrando mucho!
Antes de que pudiera decir una sola palabra, Ricardo ya se había ido, corriendo hacia Esperanza sin siquiera voltear a verme.
La puerta se cerró de golpe detrás de él, atrapando mi dedo, el cual palpitó, hinchándose y enrojeciéndose en segundos. Solté un suspiro cansado y me tragué las palabras que había querido decir.
¿Octavo aniversario?
Ya no importaba.
Nada importaba.
Al día siguiente… ya me habría ido.