Entró furioso en la cocina, sin importarle el ruido que hacía al sacudir los armarios. Rebuscó en la nevera, preparándose a toda prisa el batido saludable que solía tomar después de correr, sin apenas prestar atención a lo que hacía.
¿Qué más daba?
«Enhorabuena, imbécil», se gruñó a sí mismo. «Eres un gran amigo. ¡Qué suerte tienes!». Se apoyó en la encimera, pero al contemplar las vistas, se detuvo en seco. Porque una mujer estaba allí, de espaldas a él, mirando fijamente el mismo mar. El corazón le dio un vuelco. Y otro.
Pero estaba soñando, claro. Estaba alucinando. Había pasado la noche en vela, apagando incendios y repartiendo leña por todo el mundo, y la mañana no había salido como esperaba. Si tenía suerte, pensó con amargura, en realidad estaba agonizando. Encontrarían su cuerpo por ahí, en algún lugar del camino, agonizándose en la eternidad.
Pero ella se dio la vuelta, y el viento agitó las puntas de su cabello oscuro. Sus ojos eran suaves y marrones; él conocía cada centíme