Alexander
A las cinco de la mañana, cuando la ciudad aún bostezaba entre sombras, yo ya había perdido tres cosas: una noche de sueño, la confianza en uno de mis socios más antiguos… y el control.
El control.
Esa palabra maldita que solía saborear como whisky añejo en la boca. Que solía vestirme como un traje a medida. El mismo que ahora se deshilachaba hilo por hilo con cada decisión que no podía revertir.
La pantalla del celular parpadeó una vez más. Otro mensaje sin respuesta de Mia. Ignorado. Borrado. Como si el silencio fuera su nueva forma de castigo.
Me recosté en el sillón de cuero de mi despacho, el mismo donde la había tenido jadeando entre mis manos hacía apenas días. Ahora el recuerdo se sentía más como una provocación que como un consuelo.
Joder, Mia. ¿Qué diablos estás haciendo conmigo?
—Señor Blackwood —interrumpió la voz de Alan, mi asistente, con una prudencia casi irritante—. Necesita ver esto.
Me arrojó una carpeta sobre la mesa, y sin decir más, se marchó. Bien entr