No he caminado más de unos pasos después de dejar el laberinto desde el club a las estancias privadas de Ivanov, cuando lo veo.
Es uno de los guardias de seguridad que he visto entrar y salir de la cocina de la mansión esa mañana. Un hombre enorme, con el rostro duro y el uniforme de camisa térmica de cuello alto y pantalones estilo militar que apenas puede contener sus músculos. Se encuentra parado junto a la puerta de servicio, con su arma larga apoyada en su cadera, y en una de sus manos, una taza humeante de café.
Me mira.
Sus ojos se deslizan lentamente por mi cuerpo, recorriendo cada centímetro de mi piel escasamente cubierta. El encaje rojo, el corsé ceñido y las piernas. Su mirada es lasciva, descarada y completamente despectiva.
—Hola, preciosa —dice, sorbiendo ruidosamente de su taza. Su voz es grave y áspera. Te ves muy bien esta noche.
Mis ojos se estrechan. Lo miro con el desprecio más puro que puedo convocar, el mismo desprecio que he reservado para todos en esta casa.
—