Nick entró a su habitación como un hombre expulsado de sí mismo. Apenas cerró la puerta, apoyó la frente contra la madera y dejó que el peso del mundo lo atravesara.
Sus manos temblaron.
Su pecho dolía.
Sus rodillas casi cedieron.
Se deslizó hasta sentarse en el suelo.
La respiración le fallaba como si hubiera corrido una guerra entera sin armadura.
La imagen de Isabella llorando —esa única lágrima que trató de ocultar— lo partió en dos.
— ¿Qué he hecho…? —susurró, con la voz rota.
Luchó contra el aire, contra el temblor de sus manos, contra el impulso de ir tras ella aun cuando sabía que ella ya no quería verlo.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared fría, como si así pudiera apagar el incendio interno.
No lo logró.
No había forma de apagar un amor que ardía incluso cuando lo estaban destruyendo.
Al mismo tiempo en el auto de Giorgio, Isabella llevaba la mirada clavada en el vacío, las manos temblando sobre sus rodillas.
—Giorgio —susurró ella, mirando por la ventana—. Det