El trayecto de regreso a la mansión fue un desfile de sombras silencioso. La noche todavía pesaba en los cristales del auto, y el zumbido del motor era lo único que osaba interrumpir el aire cargado. Isabella, con la mirada fija al frente, ya no lloraba; su rostro estaba endurecido, como si cada lágrima caída le hubiera cincelado un muro invisible.
Ahora era el reflejo de un mundo que se le venía abajo. Cada kilómetro recorrido era un golpe seco en el pecho, como si el destino le estuviera quitando el aire poco a poco.
—Nadie —dijo de pronto, con una firmeza que heló a todos— le dirá a mi padre lo que ocurrió. En cuanto lleguemos a la mansión, quiero que tomen sus pasaportes, dinero, documentos… y salgan.
Alessa giró la cabeza, incrédula. Giorgio se removió incómodo en el asiento. Incluso Charly, todavía ebrio y con la voz arrastrada, intentó replicar:
—Isa, espera…
—No les estoy preguntando —los cortó Isabella, su voz era como filo de acero—. Es una orden. Les prohíbo poner a papá al