Domingo — 09:45 p.m.
Las calles de Nueva York parecían un campo de batalla. El resplandor de las llamas convertía los rascacielos en siluetas rojas contra el cielo nocturno. Salvatore, al volante, apretaba los dientes, con las pupilas dilatadas por el reflejo del fuego. Cada giro de su mechero era una promesa de caos, su instinto piromaniaco despierto; cada botella de gasolina derramada era un preludio de destrucción.
En la primera calle, un almacén abandonado ardió en segundos, las llamas devorando madera y metal, lanzando destellos anaranjados que iluminaban la ciudad. El olor a hollín y plástico quemado se mezclaba con el humo denso que asfixiaba la madrugada.
El rugido de un techo desplomándose lo hizo sonreír con un brillo salvaje. — ¡Siguiente! ¡Que sientan que la ciudad misma les da la espalda! —rugió Salvatore, como un director de orquesta enloquecido, prendiendo otra mecha.
De pronto, un sedán negro frenó al final de la calle. Tres hombres de Vittoria bajaron, pistolas en man