Ana fue la primera en reaccionar. Con una serenidad que contrastaba con el caos que aún flotaba en el aire, tomó a Sofía por los hombros y la llevó hacia la habitación de huéspedes.
—Venga conmigo, señora… esta helada —susurró, mientras la guiaba por el pasillo.
Sofía apenas podía sostenerse; tenía las manos juntas, como si todavía estuviera rezando. Ana cerró la puerta con suavidad mientras los hombres comenzaban su propio recorrido silencioso por la casa.
Giuseppe, Giorgio y Charly se movían con la tensión afilada de quienes esperan un disparo que ya no vendrá, pero cuyo eco aún vibra en los huesos. Revisaron la sala, la cocina, el comedor… y entonces los encontraron.
Pequeños, casi invisibles.
Cámaras con micrófonos.
Plantados.
Calculados.
Fríos.
La sangre de Giuseppe se encendió al instante.
—Maledizione… —gruñó con el pulso latiéndole en las sienes—. Nos estaban mirando. A todos.
Sus dedos temblaron al arrancar uno de los dispositivos de la planta. Giorgio le dio la vuelta con el