C2–BUSCATE UNA AMANTE.

C2–BUSCATE UNA AMANTE.

MANADA DRAVEN, UN MES DESPUÉS

—¡DÉJENME IR! ¡POR FAVOR, DÉJENME IR! ¡NO QUIERO ESTAR AQUÍ! —gritaba la loba, con la desesperación trepándole por la garganta.

—Basta ya —dijo uno de los guardias con fastidio—. No es tan difícil.

—¡No puedo! ¡No puedo soportarlo! ¡Por favor!

La puerta de la habitación se abrió con un quejido. Y adentro, todo era sobrio, oscuro y pesado. Junto a la chimenea, sentado con el cuerpo inclinado hacia adelante, lo esperaba él: Gideon Draven, el Alfa de la manada Sombra.

Su presencia bastaba para hacer temblar al más valiente. Podría haber sido guapo, si no fuera por la cicatriz que le cruzaba desde el pómulo hasta la ceja, dándole un aspecto intimidante a su rostro, lo que para muchas mujeres lo convertía en algo desagradable de ver.

—Aquí está, mi señor —dijo el guardia, empujando a la loba al centro del cuarto.

Gideon alzó la mirada y los ojos de la loba se clavaron en los suyos. Por un momento, su respiración se cortó. Tembló, dio un paso atrás y luego otro. Su rostro se deformó, pero ya no era solo miedo.

Era asco.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Gideon, soportando la expresión de la mujer.

—A-Amara —susurró ella.

—Bien. Ve a la cama.

El silencio cayó como una piedra. Amara se quedó quieta, con el pecho subiendo y bajando como si le faltara el aire.

—No… no puedo —murmuró. Y luego lo dijo más fuerte, ya casi llegando a la puerta—. ¡No puedo acostarme contigo!

Gideon apretó los labios conteniendo una maldición.

—No vas a morir —dijo él, con dureza.

Pero la loba negó desesperada, retrocediendo más.

—¡Preferiría eso! —escupió—. ¡Antes que dejar que me toques con esa cara! ¡Es repulsiva!

Él se quedó quieto, con la humillación retorciéndole el estómago, pero no dijo nada. No reaccionó ni cuando ella lo miró con el rostro crispado de rechazo.

—¿Cómo alguien puede verte todos los días y no vomitar? Esa cicatriz… es asquerosa. Lo siento... pero no dejaré que me toques.

Él solo bajó la vista y en ese segundo, algo dentro de él se quebró.

—Lárgate —ordenó, señalando la puerta.

La mujer no lo pensó demasiado. Huyó como si el infierno le quemara los talones, cerrando la puerta de golpe. Gideon se quedó inmóvil y después de unos segundos, levantó el puño y lo estrelló contra la pared, haciendo una abolladura.

Era la sexta loba que lo rechazaba.

Se dejó caer en el sofá y cerró los ojos. Entonces, como un designio del destino, pensó en ella. En la única mujer que no lo había mirado con asco, en la única que no había temido su toque.

La prostituta que conoció hace meses.

Elizabeth.

Su cuerpo reaccionó solo con nombrarla y todavía podía sentir el sabor de su beso. Después de esa noche la buscó, pero nunca pudo encontrarla; era como si se la hubiera tragado la tierra.

De repente, la puerta se abrió sin aviso y Zander, su hermano, entró mirándolo con desaprobación.

—¿Otra vez? —preguntó, cerrando la puerta detrás de él—. Te rechazan porque pareces un carnicero a punto de destriparlas. ¡Mírate!

—Cierra la boca —gruñó Gideon sin abrir los ojos—. No estoy de humor.

—No. Lo que no estás es haciendo tu parte. ¡Tienes esa mirada! Esa maldita forma de imponer terror. Y después te preguntas por qué se orinan del miedo.

—¿Crees que me gusta esto? ¿Crees que me gusta ver cómo todas me miran como si fuera un maldito monstruo?

Zander apretó los labios.

—No. Lo sé. Pero la culpa no es solo de ellas, Gideon. Si tan solo...

—¿Y qué me aconsejas que haga? ¿Que use una máscara para que mi rostro no las asquee? Soy así, Zander. Esta es mi cara y no puedo hacer nada para cambiarla. Te lo advertí, te dije que esto no funcionaría, pero insististe.

Cerró los ojos de nuevo y, sin poder evitarlo, el recuerdo vino con claridad: su ceremonia de unión.

Hacía un mes que había tomado una Luna.

Narissa.

La hija del Alfa de las Tierras del Sur. El Consejo había aprobado la unión; era una alianza política, un símbolo de paz entre territorios. Él no la eligió, ni ella a él. Pero ambos sabían que la manada necesitaba estabilidad… y un heredero. Pero para su sorpresa, la noche de apareamiento, ella lo dejó todo muy claro.

—Acepto ser tu compañera, Gideon. Pero jamás me acostaré contigo…

—¿Qué dijiste?

—No lo haré. Solo imaginarte encima de mí me revuelve el estómago. Acepté este trato porque nuestras manadas necesitaban paz. Pero no esperes que te deje tocarme. Eso jamás va a pasar.

—¿Y el heredero?

—Habrá uno, pero no mío. Así que… buscate una amante.

Y así fue como quedó atado a una mujer que también lo despreciaba. Ni siquiera su luna quería su tacto, solo le había dejado un lugar vacío a su lado y una orden humillante: buscar a otra para que hiciera lo que ella no quiso.

Volvió al presente de golpe.

—Recoge todos esos malditos avisos —escupió, sin mirarlo—. No quiero ver a una loba más aquí.

Zander negó al instante.

—No… aún no. Probemos una última vez. Sabes que necesitas ese hijo, Gideon. Si no funciona… entonces lo haremos a tu manera, pero déjame intentarlo, una vez más.

Él no respondió enseguida, pero después asintió, a regañadientes.

—Una más. Y si vuelve a fallar, se acabó.

Zander asintió con la misma seriedad.

—Hoy mismo empezaré a buscar. Y esta vez no será de aquí. Será una loba de fuera, de los pueblos cercanos, una que no sepa de tu cicatriz.

Zander se fue y Gideon se quedó solo otra vez. Pero con el pecho lleno de rabia y preguntándose si realmente habría alguien lo suficientemente valiente —o desesperada— para aceptar acostarse con él.

A pesar de su aspecto.

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