C3- SE SOLICITA AMANTE.

C3- SE SOLICITA AMANTE.

—¡Rápido, Melinda! —gritó Elizabeth, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra. Corrían por las calles empedradas de Valebrook, un pueblo cercano a la manada Sombra—. ¡No dejes que nos atrapen!

Detrás de ellas, los gritos de los hombres retumbaban como tambores de caza. Eran guerreros, soldados de Keeva. Elizabeth los había visto de cerca antes y reconoció sus capas negras y los brazaletes con el emblema de la manada.

El miedo le apretaba el estómago, porque si las atrapaban, no habría piedad.

—¡Melinda, por favor! ¡No te detengas! —tiró de la mano de su hermana con fuerza cuando notó que se rezagaba. La niña trataba de seguirle el ritmo, pero sus piernas flacas ya no respondían como al principio. Jadeaba, con el rostro empapado en sudor y los ojos empañados por las lágrimas.

—¡Eli, me duele! —gimió, apenas audible.

—Solo un poco más, lo prometo —le dijo, sin aflojar el paso.

Doblaron por una callejuela y se escabulleron entre dos puestos de frutas. El bullicio del mercado ocultaba sus pasos, pero los gritos no cesaban.

Elizabeth no se detuvo.

Corrieron mucho más y finalmente doblaron una esquina y se escondieron detrás de un viejo carruaje cubierto por una lona rota; se dejaron caer al suelo, jadeando, con la espalda contra la rueda. Melinda cayó a su lado, temblando.

—¿Nos vieron?

Elizabeth sacó la cabeza con cuidado, espiando por una rendija entre los maderos.

—No lo sé... creo que los perdimos por ahora.

Pero sabía que no era cierto. Keeva no dejaba cabos sueltos y no descansaría hasta encontrarla. La pequeña comenzó a sollozar, abrazada al trozo de pan que aún conservaba entre sus manitas sucias.

—Hace dos días que no comemos… —murmuró con voz rota.

Elizabeth la abrazó firmemente, como si con eso pudiera protegerla de todo el dolor del mundo.

—Come —le dijo, limpiándole el rostro con la falda—. Ya va a pasar… pronto encontraremos un lugar donde vivir, lo prometo.

Pero la promesa sabía a polvo en su boca.

—¿Vamos a seguir huyendo para siempre, Eli? —preguntó Melinda, con la voz apagada.

Elizabeth no supo qué responder y la abrazó más intensamente.

—No. Pronto todo cambiará. Tendremos una casa, una cama, lo prometo —mintió, deseando que fuera realidad.

Porque sabía que nadie les daría trabajo, nadie ayudaría a dos lobas sin manada, sin nombre y perseguidas. Los únicos ofrecimientos que recibía eran en tabernas oscuras, de hombres con las manos mugrientas y ojos ansiosos, y sabía lo que esperaban de ella.

—¿Crees que esos hombres ya no nos persiguen? ¿Y si nos atrapan, Eli?

—Eso no va a pasar, hermanita. Porque yo soy excelente para esconderme —le dijo, forzando una sonrisa. Se inclinó y le besó la frente—. Y porque siempre voy a protegerte.

La niña asintió y siguió comiendo. En ese momento, el viento sopló con fuerza y un pedazo de pergamino voló entre los maderos; Elizabeth lo atrapó al vuelo.

—¿Qué es eso? —preguntó Melinda con curiosidad.

Elizabeth leyó el aviso con el ceño fruncido. Sus ojos se movían lentamente por las líneas, asegurándose de no haber entendido mal.

"Se solicita amante. La paga será generosa”.

—Amante… —murmuró—. ¿Eso quiere decir que…?

Una risa nerviosa brotó de su garganta.

—¿Quién está tan desesperado para poner algo así? Seguro es uno de esos viejos babosos con fetiches excéntricos…

Melinda la miró, confundida, sin entender bien y, antes de que pudiera preguntar más, el cansancio venció su cuerpo agotado y se quedó dormida, con la cabeza recostada sobre su falda. Elizabeth la miró en silencio, con un nudo en el pecho.

¿Qué clase de vida era esta?

Cada día era una persecución, cada noche una amenaza y ella había prometido protegerla.

Su mirada bajó al pergamino y solo leerlo le revolvía el estómago, pero en ese momento era su única salida.

¿De verdad iba a caer tan bajo? ¿De verdad iba a vender su cuerpo?

Sintió que algo dentro de ella se quebraba; no quería hacerlo, no quería someterse, ni dejarse usar, ni fingir interés por un hombre que la vería solo como un objeto.

Pero Melinda necesitaba un hogar y ella… ya no tenía orgullo, no podía darse el lujo de tenerlo. Se limpió las lágrimas utilizando la manga; ya no le quedaba tiempo para soñar, debía sobrevivir.

Miró el pergamino una vez más y tomó la decisión.

—Lo haré —susurró, como si al decirlo en voz baja doliera menos—. Me postularé para este aviso.

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