C1 - ¡ATRAPEN A ESA LADRONA!
MESES ANTES.
—¡LADRONA! ¡ATRAPEN A ESA LADRONA! —bramó el hombre desde la entrada del mercado, abriéndose paso a empujones. Elizabeth corría con todas sus fuerzas, sin soltar la mano de su hermana Melinda. Sus pies golpeaban el suelo empedrado como si cada paso pudiera ser el último. Llevaban así desde hace semanas, escondiéndose entre callejones, esquivando a guardias y comerciantes, siempre con el estómago vacío y los nervios a flor de piel. No era la primera vez que robaban, pero en su situación, no había otra salida. Elizabeth había sido acusada de asesinar al alfa Daren, el líder de su manada, y la sentencia fue muerte por traición. Durante los días que pasó encerrada, esperando su ejecución, su prometido Keeva dejó caer la máscara. No solo él había ayudado a incriminarla, sino que Vivian, su supuesta amiga, había sido parte clave del plan. Ellos habían orquestado todo y ella no era más que un peón, una distracción para encubrir la verdadera traición. Y cuando lo entendió, ya era tarde. Solo pudo escapar. Y con ella, se llevó a Melinda, su hermana menor, la única inocente en medio de ese infierno. Giró por un callejón estrecho y húmedo. El olor a basura y orina le dio una arcada, pero no se detuvo. Jadeaba, empapada en sudor, el corazón golpeándole el pecho. —Escóndete —le dijo a Melinda, mientras miraba hacia atrás—. Quédate aquí y no salgas hasta que yo vuelva. ¿Entendiste? Melinda asintió, aterrada, y se metió detrás de unos barriles. Elizabeth dio un paso hacia atrás, girándose para volver al mercado, pero no llegó a moverse, porque un agarre brutal la sujetó por el brazo y la empujó con fuerza. Su espalda chocó contra un árbol, lo que hizo que el aire se le escapara del pecho y, antes de que pudiera reaccionar, una mano gruesa se cerró sobre su cuello. —Maldita perra ladrona —escupió el dueño de la taberna, con los ojos inyectados en odio y los dientes apretados por la rabia—. Te voy a enseñar una lección, zorra. —¡No robé nada! —gritó Elizabeth, con la voz rasgada por la desesperación—. ¡Se lo juro! ¡Yo no robé nada! —¡Mentira! —bramó el hombre, acercando su rostro sudoroso al de ella—. ¡Eres una maldita ladrona! ¡Tú y tu hermana me han estado robando desde que llegaron! Alzó el brazo. Iba a golpearla. Elizabeth lo vio todo en cámara lenta. La furia en los ojos del tabernero, el puño apretado, el temblor en sus propios labios, hasta que una voz surgió, grave, seca, tan cargada de amenaza que el mundo pareció detenerse. —No te atrevas a tocarla… El tabernero se congeló, giró el rostro, molesto por la interrupción, pero su expresión cambió en cuanto lo vio. Y Elizabeth también lo vio. El desconocido era alto y de hombros anchos, tenía el cabello rubio y sus ojos verdes eran tan intensos que por un momento Elizabeth sintió que le costaba respirar. Tenía el porte de alguien que sabía quién era… y no le debía explicaciones a nadie. Había algo primitivo en él, algo que removió un rincón en su interior que ni siquiera sabía que existía. En ese momento, no sabía si debía correr o quedarse. Si desearlo o temerlo. El tabernero frunció el ceño y lo miró con soberbia. —¡Esta perra me debe dinero! —siseó, desafiante—. ¡Lárgate! No es tu maldito asunto. Pero el hombre dio un paso. Solo uno. Suficiente para que su sombra los cubriera a ambos. No le dirigió ni una mirada al tabernero. Sus ojos estaban clavados en Elizabeth. —Eso no es excusa para levantarle la mano —dijo, con una voz tan baja y áspera que erizaba la piel. Cada palabra era una amenaza envuelta en calma. El tabernero bufó con rabia, los ojos encendidos por el orgullo herido. —¿Y mi comida? —escupió—. ¡No pagaron lo que se robaron! Por supuesto que voy a castigarla. Cerró el puño otra vez, furioso, y alzó el brazo dispuesto a golpearla. Pero el golpe no llegó. En un parpadeo, el alfa lo sujetó por la muñeca y el tabernero soltó un quejido. En el segundo siguiente, su cuerpo voló por el aire y rodó varios metros antes de detenerse. Quedó ahí, jadeando, los ojos desorbitados por el miedo. No dijo una palabra más, se levantó tambaleante y huyó entre los callejones. Elizabeth seguía temblando. Miró al desconocido, aún sin entender si estaba a salvo o si acababa de meterse en algo peor. Respiraba rápido, con la garganta seca, y sus labios se separaron apenas para humedecerse con la lengua. Fue un gesto involuntario, que hacía cada vez que estaba nerviosa. —Yo… —murmuró, apenas audible—. Solo teníamos hambre, señor… no quería… Él no respondió de inmediato. Solo la miró y, por un momento, algo en su mirada se suavizó. Una parte de él, enterrada hace mucho, quiso decirle algo amable, quiso decirle que ya estaba a salvo, que no tenía que correr más. Pero no lo hizo. Porque sabía que la compasión no servía de nada, porque cada vez que intentó proteger a alguien, fue traicionado. —¿Cuál es tu nombre? —preguntó finalmente, con voz fría. Elizabeth tragó saliva y sus manos se apretaron, intentando disimular el temblor. —E-Elizabeth… —susurró—. Mi nombre es Elizabeth. Él dio un paso más y ella no retrocedió. Su cuerpo temblaba, sí, pero no huyó. Sus ojos seguían fijos en los de él. —Bien, Elizabeth —dijo el hombre, sin apartar la mirada—. Te acabo de salvar. Así que ahora estás en deuda conmigo. Elizabeth lo miró, desconcertada. Sus labios se entreabrieron cuando él alzó la mano y rozó su mejilla. Su piel estaba fría, sucia, y su pulgar se detuvo en una mancha de hollín. —¿Cómo piensas pagarme? —preguntó. La frase quedó flotando entre ellos, pesada, intensa. Como una puerta que se acababa de abrir… y que ninguno de los dos iba a poder cerrar. Elizabeth tragó saliva, pero antes de que pudiera articular palabra, el alfa sonrió, con un gesto frío que no llegaba a sus ojos. —Nada es gratis, cariño —dijo—. Y aunque seas una mugrosa, puedes hacerme pasar un buen rato. El shock la paralizó y sus mejillas ardieron de vergüenza, y esta vez sí retrocedió. —No hace falta que me hable así. No soy lo que usted cree, señor. El alfa se rio, y se apartó para mirarla con descaro, recorriéndola de arriba abajo como si ya la hubiera desnudado. —Tienes buenas tetas —observó, cruelmente divertido—. Y seguro se amoldan a mis manos. —Solo estaba siendo educada. Pero si prefiere algo más crudo, pues bien: váyase al diablo, ¡alfa engreído! El hombre no se inmutó. Al contrario, su sonrisa se ensanchó, como si disfrutara cada palabra que salía de su boca. —¿Dónde aprendiste a hablar tan fino? —preguntó, burlón—. ¿O tratas de impresionarme? Había asumido que era una de esas omegas que vendían su cuerpo en las tabernas. Y salvarla le había ahorrado la molestia de ir a buscar una, pero ellas no hablaban con tanta educación. —No tengo intención más que de alejarme de usted, así que impresionarlo no es mi objetivo. Además, no se diferencia en nada al lobo del cual me salvó. Es igual de cruel y grosero. Se giró para marcharse, pero él fue más rápido. Sus brazos la atraparon, encerrándola, y luego inclinó la cabeza, aspirando su aroma cerca del cuello. Y a pesar de la suciedad, el olor de Elizabeth era sorprendentemente dulce, limpio, como hierba fresca después de la lluvia. Haciendo que su lobo se agitara, una reacción que lo irritó. —Suélteme —susurró ella—. No tiene derecho a tocarme. Él no respondió y su mano descendió con descaro por su abdomen, deteniéndose justo antes de llegar a donde ambos sabían que no debía. Elizabeth contuvo el aire, con el corazón golpeándole las costillas. —Por favor… —repitió, pero él no tenía intención de soltarla. No todavía. Intentó zafarse, torciendo el cuerpo con un movimiento brusco, pero él no le dio tregua. La giró con facilidad, atrapándola de nuevo, y su mano se cerró con firmeza en su mentón, inclinando su rostro hacia él antes de capturar sus labios en un beso voraz y sin pedir permiso. Ella se tensó al principio, aferrándose a su camisa en un intento por empujarlo y haciendo su inexperiencia evidente. Pero los labios del alfa la dominaron, enseñándole un ritmo que pronto aprendió a seguir, y algo en esa sumisión involuntaria lo excitó aún más. Poco a poco, se rindió. El deseo los consumía, creciendo entre ellos como algo vivo e incontrolable, cuando de repente... —¿Eli? ¿Estás ahí? Eli... —una voz suave los sacó de su trance. Elizabeth se tensó de golpe, rompiendo el hechizo entre ambos. —Es mi hermana... Yo... tengo que irme. Se apartó de él con un movimiento rápido y se giró una última vez para mirarlo, con el pecho aún agitado y el corazón latiendo por el beso. —Gracias por salvarme... —susurró—. Alfa... Luego desapareció entre las sombras, dejándolo allí, con el sabor de sus labios aún en los suyos. Él cerró los ojos y el nombre se le escapó en un susurro áspero, casi como una maldición: —Elizabeth…