Elsa no dijo nada. Subió al ático, el único rincón que todavía era suyo, y se curó las heridas sola.
Cuando terminó, se tiró en la cama, mirando fijo el cielo negro por la ventana.
Quería que pasaran los días rápido. Quería irse ya, lejos de esa casa fría.
Durante los tres días siguientes, la familia Lima se dedicó por completo a preparar la fiesta por el ingreso de Ivana a la universidad. Eduardo, feliz con ella, incluso anunció que iba a iniciar los trámites para adoptarla legalmente, diciendo, tan tranquilo, que Ivana valía cien veces más que su hija.
Llegó el día de la fiesta.
Eduardo, que nunca había ido ni a una sola reunión escolar de Elsa, se puso por primera vez un traje carísimo, hecho a medida.
A Elsa ni la tuvieron en cuenta, como si no existiera.
Pero, antes de salir, Ivana subió al ático y golpeó la puerta.
Ya no tenía esa carita dulce, ni una pizca de su falsa timidez.
—Elsa... arrodíllate y pídeme perdón —ordenó, con una sonrisa cruel—. Puedo convencer a papá para que te perdone.
Al ver que Elsa ni se inmutaba, la sonrisa se le torció todavía más.
—¿Sabes cuál es tu problema? Que, aunque haces todo mejor que yo, no sabes agachar la cabeza. No sabes lamer botas. Pero yo sí. Por eso vas a ver, con tus propios ojos, cómo me quedo con tu novio, con tu familia... y hasta con tu patente. —Se le acercó un poco más—. ¿Y no te da vergüenza seguir viva? Así… tan arrastrada. Ja, ja, ja, ja —se rio, sin fingir ni un poco.
Ivana habló mucho más. Ya no le tenía miedo. Sabía que, aunque Elsa lo contara todo, nadie le creería.
Hasta que llegó Gustavo a buscarla. Entonces, Ivana se fue con ellos, radiante… Lista para celebrar su gran día.
Cuando la puerta se cerró, Elsa se levantó despacio, sacó una grabadora encendida de debajo de la cama, y, con calma, presionó el botón de «detener grabación».
Ese también era el día en el que dejaría la ciudad. Pero, antes de hacerlo, quería que todos vieran… el monstruo que habían criado con tanto orgullo.
Media hora después, llegó el vehículo de la Facultad de Medicina, y uno de los encargados notó que Elsa no llevaba maletas, sino un simple portarretratos entre sus brazos.
—¿No va a llevar equipaje? Ya es hora de partir.
—No hace falta —respondió Elsa, abrazando con fuerza la foto de su madre.
No quería llevarse nada más.
En el aeropuerto, sentada en la sala de espera, el sol le daba en la cara, y, por primera vez en mucho tiempo… sentía paz.
Aquel era el comienzo de una nueva vida.
Justo entonces, entró una llamada: era Nelson.
Al volver al restaurante había pedido revisar las cámaras de seguridad. Fue ahí cuando por fin lo entendió… Ivana se había dejado caer sola. Elsa no había tenido nada que ver.
—Después de la fiesta de Ivana... ¿podemos vernos? Fui muy duro contigo y quiero pedirte perdón. Ah, y… olvidé tu cumpleaños. Te compré un regalo. Esta vez lo celebraremos bien, ¿sí?
Él no tenía miedo de que Elsa no lo perdonara. La conocía demasiado bien. Elsa siempre había sido así. No importaba lo que hiciera… con un par de palabras bonitas, ella siempre terminaba perdonándolo.
Pero esta vez... Elsa no dijo nada, y ese silencio lo incomodó.
Justo en ese momento, sonó un anuncio por megafonía. Llamaban a embarcar.
Al escuchar aquello, Nelson se quedó helado.
—¿Qué fue eso? ¿Dónde estás? ¡Elsa!
Pero ya era tarde.
Elsa le colgó sin decir nada, sacó la tarjeta SIM de su celular… y la partió en dos.
Ya no le dolían los gestos falsos de cariño. Ni su padre ni su hermano ni ese amor de la infancia que la había destrozado.
No quería volver a ver a ninguno.
Con ese último pensamiento, Elsa se levantó y caminó hacia la puerta de embarque… sin mirar atrás.