Los puñetazos sonaban secos, duros, llenando la sala. Cada golpe le caía encima como castigo.
Sus gritos se volvían cada vez más débiles, entrecortados, apenas podía respirar.
Tenía la cara cubierta de lágrimas, mocos y sangre.
—Lo... lo siento, Eduardo... —sollozaba—. No soy más que una bastarda sin padre ni madre... yo solo quería una familia... por eso mentí...
Se aferró al pantalón de Eduardo y se dio contra el suelo con la frente; le quedó la marca de inmediato.
—Perdóname, por favor... te lo ruego... no voy a mentir más... no más...
Eduardo la miraba con los ojos encendidos de rabia.
Y lo único que hizo fue volver a golpearla.
Cuando por fin se detuvo, Ivana yacía en el suelo, sin moverse, sin fuerzas, sin voz.
—Papá... —dijo Gustavo con la voz grave—. El día del accidente... ¿quién me dio sangre en realidad?
El cuerpo de Eduardo se estremeció. Y de pronto, empezó a golpearse la cara con ambas manos, fuera de sí.
—¡Fue Elsa! —gritaba, jalándose el pelo—. ¡Yo... yo estaba ciego! S