El reloj en la editorial había pasado de ser un simple accesorio en la pared a un verdugo implacable. Cada minuto que Mónic seguía sin aparecer era una daga en el pecho de Logan.
Pero lejos de ese edificio, en un rincón oculto de la ciudad, la protagonista de aquel caos abría lentamente los ojos, con la boca seca y la cabeza punzante.
La luz fluorescente del techo parpadeaba como si quisiera burlarse de ella.
Estaba sentada en una silla metálica, las muñecas atadas con correas plásticas que se incrustaban en su piel. No era un secuestro improvisado. Había algo meticuloso en la forma en que la habían inmovilizado, algo casi… personal.
Un perfume demasiado familiar le llenó la nariz. Uno que la llevó a años atrás, cuando era niña y lo reconocía cada vez que su prima visitaba su casa. Un olor que mezclaba rosas baratas con vainilla demasiado dulce.
—Vaya, vaya… —la voz sonó como un eco venenoso en la habitación—. Por fin despiertas, princesa.
Mónic levantó la mirada y la vio.
Chelsea, re